En un escenario de paradojas se ha
convertido, en estos últimos años, el espléndido y progresista valle irrigado
por las refrescantes y prolíficas aguas del Río Yaqui. En esos parajes nacieron
próceres de la gesta de 1910 y en dichas tierras se libró la revolución
pacífica que hizo florecer el desierto por obra y gracia de sus emprendedores en
el primer tercio del siglo XX.
Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles,
oriundos de la región, héroes de la contienda armada, colocarían las primeras
piedras de la paz y la institucionalidad del México contemporáneo. Por otra
parte, Norman E. Borlaug y su equipo de colaboradores en los laboratorios del
Centro de investigaciones del Noroeste (CIANO detonarían, asimismo, la
Revolución Verde usando las solas armas de la experimentación para mejorar las
variedades de trigo y, de ese modo, saciar el hambre en zonas devastadas por la
enfermedad y la miseria.
Hoy, en día, la próspera, productiva y
sobre todo pacífica región en donde la abundancia hizo decir al trovador que
“hasta el más chico gana su tostón”, ahí, en ese generoso girón del territorio
patrio ocurren sucesos que contradicen la idea de que las revoluciones, toda
revolución, tecnológica o humanista, violenta en sus orígenes o bien fraguada y
llevada a cabo en el aula o el taller, los resultados contribuirían inequívocamente
a la sana convivencia y solidaridad, al goce de la riqueza social, a los frutos de la relativa igualdad. En suma,
al disfrute del trabajo personal, en
términos de paz y armonía.
Ayer apenas, dentro de la aludida
demarcación, en la ponderada capital de los ocho pueblos yaquis, representantes
de la Comisión de Derechos Humanos (ONU) escucharon a líderes de la Etnia relatar
los atropellos y la violación de sus garantías en sus personas y bienes.
Denunciaron, con lenguaje claro, el cúmulo de acciones criminales, toleradas y
encubiertas todas por la crasa impunidad. Expusieron, con pruebas a la mano, el
contubernio y la inepcia como también las torvas alianzas de la autoridad
estatal con órganos de justicia de la localidad y el contubernio de organismos
dependiente de la administración federal.
Ciertamente, casos de injusticia extrema
los hay en todos los rincones del planeta: En el Medio o el Lejano Oriente, por
ejemplo, como también en el Este europeo donde el aniversario clamoroso con motivo
del derrumbe del Muro de Berlín se ha confirmado que no siempre lo que es
válido en la teoría se corrobora en la apabullante realidad.
Los pueblos yoremes tienen consigo, en
efecto, un historial de valerosas y heroicas guerras por su precaria
existencia. Han estado, en el siglo antepasado, a punto de ser barridos de su
ancestral territorio, el cual han defendido con sangre y luto (cárcel ahora) en
contra de extranjeros y voraces connacionales.
Consorcios foráneos los han despojado, les
contaminan sus ríos y cuencas hídricas; los quieren doblegar a través de hábitos
viciosos; además los injurian y vituperan. También los acosan por medio del
hurto y el decomiso de sus aperos de labranza. Sin embargo, en la guerra contra
el acoso del Ejecutivo estatal por motivo de la defensa del agua, la Tribu no
ha estado sola. Junto a ellos están a su lado, codo con codo, productores del
campo, ejidatarios y particulares del talante de Adalberto Rosas. Sobre todo,
tienen el apoyo franco, incondicional y oportuno del alcalde Rogelio Díaz Brown
y de su segundo de a bordo, el Dr. Antonio Alvídrez. Igualmente, de legisladores
en el Congreso, Local y de la Unión. Faustino Félix Chávez en San Lázaro y Abel
Murrieta en Hermosillo, la capital, entre otros hacedores de leyes.
Las reformas en materia de Derechos
Humanos no alcanza a los descendientes de Cajeme. Es paradójica esta plena realidad.