La muerte del principal autor material de la matanza
en el Museo del Bardo ejemplifica el principio del “Ojo por ojo y diente por
diente”. Con todo, no determina si se
trata del principio del fin en esta sangrienta oleada de odio y venganza
encabezada por el grupo terrorista Al Qaeda, por cierto de repudiable memoria.
La “yihad” islámica revive en los preámbulos de Semana
Santa su ancestral afán de exterminio hacia todos aquellos que clasifica como
“infieles”. Por tanto, convertidos en objetivo de su fanática sed criminal y su
actitud vengativa en contra de todo aquello que no comulgan con sus creencias
infrahumanas y sus rituales mezclados de atavismo.
Mártires del terrorismo llama el Papa a
los responsables del magnicidio colectivo en el que perdieron la vida turistas
ajenos a las peleas fratricidas escenificadas a diario en todo el Oriente
Medio. Mártires del celo religioso utilizado
por el terrorismo abanderado por quienes consideran llegada la hora del
Armagedón, la última guerra en la que habría de librarse el choque del Mal
contra el Bien absoluto.
Así, entendido aquel combate, el
terrorismo islámico retoma las proclamas religiosas de dar fin al enemigo
ancestral, asumiendo los pendones del radicalismo pseudopolítico para
justificar los crímenes atroces a los que asiste Occidente. Aunque, al parecer, otra vez se le
mira cruzado de manos. Sin saber o sin querer hacer lo conducente frente a los
jinetes de la destrucción.
Ayer, hace siete décadas, el fanatismo
hitlerista aliado con la intolerancia fascista, segó la vida de millones de
judíos en los campos de exterminio por
toda Europa. Ayer, asimismo, el terrorismo de un Estado, Alemania, otrora
semillero de filósofos, humanistas, genios musicales y del mundo literario, fue el puño criminal que
privó la vida de miles y miles de inocentes en las cámaras de gas y en los crematorios
exterminadores de niños, mujeres y ancianos indefensos.
Hoy, es de lamentar, la comunidad
internacional da la impresión de impavidez y desdén frente al terrorismo
islámico, revestido de la maldad de sus ascendientes con sed de venganza y odio
contra todo lo que no se parezca a sus mitos y prejuicios de antaño.
En el fondo, se trata de la lucha
atávica que va más allá de la “yihad” que conocemos y se pierde en los albores
de la civilización. Esta va en contra de la cosmovisión que haría posible el
nacimiento de la libertad de creencia, la responsabilidad de vivir con arreglo
a los criterios del conocimiento y la convivencia en términos del deber por el
deber.
En otros términos, vuelve por sus fueros
la guerra sempiterna del hombre contra
lo subhumano, de la civilización contra la barbarie, de la aurora del humanismo
sin adjetivos frente a la intolerancia, el fanatismo mitológico de la edad de
las cavernas.
En los albores del siglo que lleva el
nombre de Pericles, el siglo V de la primera Ilustración, Persia jugó el
deplorable papel de tratar de exterminar
a quienes representaban el liderazgo
cultural y democrático: la Atenas de los primeros humanistas; es decir, de
Gorgias, Protágoras, Demócrito y del primer mártir: el Sócrates histórico. No
el de Platón, de Jenófanes o el de
Aristóteles de Macedonia
Triunfó entonces Atenas frene a Persia,
y con ella triunfaron los peloponesos, incluyendo a los pueblos de la Magna
Grecia, cuna de librepensadores y de creadores del arte y de la historia.
La historia universal no se repite.
Quienes osan desafiarla tratando de volver las manecillas del devenir humano,
cavan una y otra vez su derrota. Los mártires de hoy, con su muerte, apresuran el fin del ominoso
principio.
La hora de la pacificación, la
tolerancia y la genuina comprensión universal toca a las puertas de Occidente.
Antes de nacer, el terrorismo se condena al suicidio por mano propia.