En
medio de violencia, racismo, amenazas y contramigración, la reunión de la ONU se
efectuó bajo el signo de creciente ineficacia y pasmosa incapacidad para instaurar
la anhelada era de paz entre los pueblos.
Escudo
de los débiles, el derecho internacional da la impresión de haberse convertido en normas de “nomine”, para ser
objeto de violaciones sin fin por parte de las naciones poderosas; inclusive
por los Estados más indefensos.
En
el país sede del máximo organismo mundial, Estados Unidos, la discriminación
vuelve como si jamás hubiese existido un Martin Luther King, y como si nunca hubiesen tenido lugar los sueños de igualdad.
Y mucho menos, que hubiese ocurrido la época
de dignificación de la persona humana en cuanto tal.
Campeón
de campeones en lo que se refiere a la batalla contra la esclavitud, en el país
de Lincoln se hizo realidad, cuesta arriba, la meta de la igualdad racial a
través de una nación que abrió las puertas de escuelas y universidades a los
niños, adolescentes y jóvenes de color.
Asimismo,
en el despuntar de este siglo se ganó una victoria más con el sorpresivo
triunfo presidencial de un candidato emergente salido de los enclaves de la
discriminación.
La
Casa Blanca ha dejado, por ahora, de ser símbolo de la aristocracia y del
exclusivismo racial para convertirse en ámbito de la causa igualitaria y de la
obtención del poder por medio del talento, la capacidad y la destreza política
al servicio de la sociedad.
Apenas
audible, la voz de México se hizo notar en la ONU llevando un mensaje de
tolerancia, comprensión y filantropía ante el terrorismo abanderado por las
huestes islámicas inspiradas por un fanatismo y crueldad pocas veces visto.
Atrás
habían quedado los ecos de la oratoria mexicana, elocuente y persuasiva, de mediados de la anterior centuria. Sobre
todo, de los años sesenta y setenta en que México conmovió a través de sus
intervenciones pacifistas y en contra de la proliferación de las armas
destructoras.
Antes
de Peña Nieto, en los tres últimos sexenios, nuestro país dio la impresión de
ser un ente del que se habría apoderado el mutismo en el seno de la ONU, dejando
en el olvido las intervenciones de un Adolfo López Mateos por mencionar el
liderazgo internacional que había devuelto el prestigio sembrado y hecho
fructificar el Benemérito desde su tumba.
Por
momentos se hizo sentir, en forma de lampos, las luces emanadas del Tratado de
Tlatelolco con motivo de la participación airada de Corea del Norte en el seno
de la Asamblea advirtiendo, en forma de ultimátum, su determinación en palabras
de su ministro de Relaciones Exteriores: la opción nuclear, aseveró en torno
amenazante, es la única que tiene Corea del Norte para defenderse.
Del
Preámbulo del Tratado son estas palabras: Las armas nucleares contienen terribles
efectos que alcanzan indistinta e ineludiblemente tanto a las fuerzas militares
como a la población civil. Constituyen, por la radioactividad que generan, un
atentado a la integridad de la especie humana y aún pueden tornar finalmente
toda la Tierra inhabitable.
Como
un callejón sin salida parecerían volverse las sombrías advertencias de los
norcoreanos. Voz en el desierto, las de Japón, China, Corea del Sur.
Nada
se conseguiría con la propuesta de este último país en el sentido de quitar,
despojándolo, a Corea del Norte, su estatus como miembro de la ONU.
Mientras
el primitivismo bélico invoca la llamada guerra justa, es de esperar que se
convalide la tesis del cosmopolitismo fundado en un derecho internacional con
tribunales eficaces que prevengan, con arreglo al convencimiento y la
imputación.