El
nombre no es lo de menos. En 1910, a un par de meses antes de que estallara la Revolución, el entonces Presidente de la República, general Porfirio Díaz,
accedió a refundar a la ancestral Universidad como casa del saber y el
conocimiento: Con jerarquía nacional.
Su
denominación actual la obtuvo al paso de los años: he ahí las fechas, 1929,
1933, 1945 y 1980.
Es
obra de generaciones la sede de la educación superior. De ahí el nombre que la
identifica: Universidad Nacional Autónoma de México.
A
seis décadas de su refundación, en 1968, se trató de convertirla en reducto
de avatares revolucionarios como si no
bastara el ser, ya entonces, asiento de revoluciones científicas y
humanísticas, en honor a dos de sus más ilustres innovadores, Benito Juárez y Justo Sierra.
Con anterioridad
se le había hecho padecer los acosos de confesionarios de izquierda y de
derecha.
En
los primeros años de los 30, la escalada provino de grupos ultra
izquierdizantes que consideraron llegada la hora para hacerla baluarte del
comunismo internacional.
No hubo lugar
para aquella aventura, que pasó sin dejar huella.
La
autonomía en ciernes la protegió de jacobinos y confesionales, aprendices de
ideólogos de toda laya.
Los
sedicentes alumnos de Marx, sus corifeos criollos, volvieron a la andanada de
improperios, a las barricadas y al asalto a la racionalidad; es decir, al acoso
de la enseñanza superior sin ataduras ideológicas, a la investigación al margen
de prejuicios y dogmas, a la difusión y extensión de la cultura universal.
Hará
pronto media centuria, en 1968, en que se gestó una de las más violentas
acometidas sobre la UNAM, con el beneplácito de mecenas extraños y el júbilo de
los iconoclastas de dentro. Pero la casa de estudios soportó con tolerancia,
denuedo y pundonor con el apoyo de su jefe nato, el ingeniero Javier Barros
Sierra, y la voluntad colectiva de su comunidad,
No obstante, el
saldo fue adverso y doloroso.
Al
poco tiempo falleció el rector integérrimo, el defensor de la invulnerabilidad
física y académica de la Universidad. Más tarde, en el primer tercio de los
70´, fue derrocado el rector Pablo
González Casanova.
El
auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras, orgullosamente portador del
nombre del refundador de la Universidad, el “Justo Sierra”, fue convertido en
sitio socorrido de los asambleístas contestatarios del 68.
Y
así, en 1971, 1977 y 1986. De “Justo Sierra” pasó a ser auditorio “Che
Guevara”, centro de los asambleístas contestatarios, sitio de reunión de los
inconformes, por diferentes motivos y pretextos.
Y
así, sucesivamente.
El
auditorio, portador del nombre del maestro don Justo Sierra, sede de encendidas
polémicas al tenor de las que tuvieron lugar en tiempos de Aristóteles, los
peripatéticos; Zenón e Isócrates.
Ahí
en el espléndido recinto, allá por los años 60 y los 70 asistimos para escuchar
los apasionados, académicamente hablando, diálogos entre maestros distinguidos;
de los doctores Emilio Sánchez Vázquez, Robert. S. Hartman, Miguel Bueno, entre
tantos pensadores hoy idos para siempre. En particular, nunca olvidaremos la
argumentación diáfana, concluyente, eficaz como la del bisturí en manos del más
diestro de los cirujanos.
Hoy
en día el auditorio “Che Guevara”, en condición de inmueble académico
secuestrado, es objeto de reclamo por la máxima autoridad académica de gobierno
en la UNAM. Su rector, el doctor Enrique Graue Wiechers, encabeza el diálogo
(no la negociación) para que vuelva a ser: espacio de extensión cultural,
recinto de vida académica y no, para empezar, comedor vegetariano y centro
comercial de dudosas mercancías.