Vive la democracia nuestra un
largo periodo de crisis. En las dos últimas décadas hemos asistido a lo que
podríamos llamar el “Síndrome de Almazán”, con sus propias modalidades y
efectos tras las cuatro elecciones anteriores, incluyendo la más reciente de julio
pasado.
Se da en llamar “Síndrome de
Almazán” en el anecdotario político nacional, a la sensación o complejo de
triunfo por parte de grupos políticos liderados por algún carismático personaje
que considera haber alcanzado el triunfo en una contienda electoral, pero que
su pretensión resulta frustránea a la postre.
El término mencionado data de más seis décadas. Es
decir, surge tras la encendida competencia entre Juan AndrewAlmazán y Manuel
Ávila Camacho, aspirantes a la Presidencia de la República en los comicios de
1940, con el polémico resultado y la virulenta reacción de los partidarios del
primero al conocerse públicamente el cómputo oficial que favorecía al último de
los militares y caudillos posrevolucionarios.
El síndrome en cuestión se
aplica con ocasión de la elección de finales de los ochenta en la que se
proclamó vencedor al priista Salinas de
Gortari frente al candidato opositor
izquierdista, Cárdenas Solórzano, cuyo nombre y renombre quedó opacado
por la maquinaria del partido casi único, haciendo casi nula la movilización de
sus seguidores y adherentes y por la inercia ciudadana aunada a la pronta
declinación cardenista.
La alevosa y cobarde muerte
de Luis Donaldo Colosio marcó el camino de lo que sería la entrega de la
estafeta del poder al PAN convertido en
partido a vencer, albacea de los peores vicios del PRI en arreglada retirada,
pero éste acechante oficioso desde entonces hasta su actual retorno sinuoso a
Los Pinos, cuestionado ahora por las izquierdas en ascenso, pero en vías de ser
declarado su aún aspirante Enrique Peña Nieto, sucesor potencial del alicaído y
todavía Presidente Felipe Calderón, en funciones.
A una tangible crisis de la
democracia equivale la actual etapa poselectoral, cívica y contestaría, sujeta
a límites permisibles y controlados hasta la fecha, a juzgar por el clima de
pasible tranquilidad y a pesar de los barruntos de violencia física y de
las escenas retóricas convocando al
reclamo multitudinario, a la denuncia colectiva y a la descalificación masiva.
Bien sabemos que crisis no
es, a secas, preludio de fatal convulsión o extremo desenlace, sino conmoción
reveladora de transición y cambio, de mutación hacia un mejor estado de cosas.
Incluso, es síntoma de agonía en el sentido etimológico de lucha, contienda,
combate. Y no en el sentido de preámbulo de muerte y consunción.
Así, a nuestro juicio, del
síndrome de Almazán pasamos a la crisis y a la conmoción que hace de la
confrontación poselectoral condición para la inminente e insoslayable reforma
política. Y dentro de ésta, a la reforma
de los partidos, a fin de resolver la antítesis política en el sentido de
elegir entre convalidar el Estado de partidos o escoger el Estado de clases
bajo el disfraz de la suplantación de la vida partidaria consagrada en la Constitución;
es decir llevaría en este último caso a optar por la movilización ciudadana
como fórmula de participación y cambio social, político y, en consecuencia,
democrático.
Pero no habría que olvidar la
admonición de Kelsen en el sentido de que la democracia es, por antonomasia, un
Estado de partidos. “La voluntad colectiva se forma en la libre concurrencia,
escribe en “Teoría General del Estado”, de los intereses constituidos
en partidos políticos… Es posible como transacción y compromiso entre
grupos opuestos. No siendo así, corre el peligro de transformarse en su
contrario: en una autocracia.”
La tarea es, por tanto, perfeccionar la vida partidaria, no
aniquilarla o suplantarla.