A
dos meses de su muerte, el cronista, editorialista, autor de libros y maestro
universitario, mantiene en vilo a la opinión pública, a cuyo servicio por medio
de la palabra hablada y escrita dedicó su vida con pasión ejemplar.
Era
fiel a sí mismo en el sentido de querer lo que se dice y decir lo que se
quiere.
No rehuyó la
polémica; tampoco la buscó sólo por el prurito de buscarla. Cultivó un estilo
propio de emitir sus opiniones y juicios. El denominador común de dicho estilo
fue el de la espontaneidad.
Sin
proponérselo formó, o dio pábulo, para afirmar que él, el infatigable Jacobo
Zabludovsky, hacía escuela. A menos que el hacer o crear escuela sea sinónimo
de suscitar emuladores, imitadores o copistas de una personalidad destacada en
alguna actividad humana.
La
izquierda lo denostó una y otra vez. La derecha solía enaltecerlo, cuando no
aclamarlo.
Una
y otra corriente ideológica, sin embargo, encontraban “peros” referente a su
desarrollo laboral. No sin razón, una y otra, harían objeto de crítica por su
peculiar manera de ejercer el oficio de escritor y de cronista.
Sabía, no
obstante, dominar el uso de la palabra hablada o escrita.
Entrevistaba, con igual donaire, a un miembro de la
oligarquía como a un líder de la talla de Fidel Castro. En esto, jamás olvidó
que el oficio periodístico no tiene por qué discriminar entre supuestos revolucionarios
y conservaduristas a ultranza.
Por
otra parte, y acaso el tema implícito en torno al polémico y afamado
comunicador está en lo que podría llamarse el “tapete de la verdad”. O si se
quiere del remedo o francamente de la falsedad.
Nos
referimos al tema de la verdad, o de la Verdad absoluta, que está por encima de la experiencia; en
fin, la Verdad, así, con mayúsculas. Se supone y se cree firmemente que un
comunicador es mucho más que un opinador o propiciador de opiniones.
En
efecto, hay la impresión de que el comunicador, por el el hecho de serlo, es
emisor de verdades hechas de antemano. A su autoría se atribuye, de modo definitivo, la factura íntegra y se le otorga el carácter
de mero transmisor, de conducto, para persuadir, convencer o disuadir, a sus
oyentes o lectores.
Por
cierto, a los inventores de la Retórica, (Tisias y Córax) y a quienes pasan por
ser sus continuadores en la Atenas de Pericles (Gorgias y Protágoras), se les
tuvo, y aún hay resabios de ello, como falsificadores y hasta comerciantes de
la verdad y del método para acceder a sus dominios. Así, nada hay de extraño
que, con ese patrón, se mida a quienes realizan la actividad que nos ocupa.
El
caso es que hay figuras notables como el protagonista, por décadas, del
programa “24 Horas” que son reclamadas y demandadas, en vida, a fin de que expliquen su papel de exponentes
de una verdad que no acomoda al parecer de todos. Inclusive, se llega al caso
de señalar que el comunicador tiene un precio y que éste se relaciona con los
contenidos de lo que informa y da a conocer a los demás.
Quede
para la reflexión esto: que el ejercicio de formar opinión es eso, un ejercicio
en donde el receptor juega una función crítica, activa y no pasiva. Es, en
otras palabras, un interlocutor con razón propia, con capacidad para tomar
partido, para decir “sí” o “no” respecto
de lo que se le comunica, entera o informa. No equivale a poner en la mesa algo
ya hecho de una vez y para siempre. Y así aceptarlo.
Mucho
queda entre los contemporáneos de aquel comunicador que nos ha dejado, marcando
a su paso por el mundo huellas imborrables que no se cubrirán del todo,
fácilmente, al paso del tiempo. Maestro en el arte de emitir opiniones, está
claro que no se propuso comunicar verdades absolutas. El filósofo de Leontini,
Gorgias, diría que si existen no pueden ser conocidas. Y en el caso de que
pudiesen ser conocidas, no sería posible comunicarlas a los demás.