Un PAN envejecido
prematuramente, maltrecho a manos de su dirigencia, y un mandatario venido a menos entregarán la Presidencia de la República a su nuevo
titular. El Ejecutivo en turno recibirá, a su vez, una Nación en plenitud de
crisis, a punto de sucumbir bajo el fardo de incertidumbres y vicisitudes:
endeudamiento, desempleo, corrupción, inseguridad y frustración.
Mientras el aún jefe del
Poder político nacional da gracias a la Divinidad
por haberle concedido el honor de
conducir los destinos de este País, los ciudadanos, de manera abrumadora, se arman de valor y llenan de gratitud por el final de un sexenio
más, que como los últimos cuatro, han sido escenario de una verdadera batalla
para borrar a México, su denominación y su contenido históricos, del mapa
mundial de Estados autónomos y
soberanos.
De Carlos Salinas de Gortari
a Felipe Calderón, pasando por Ernesto Zedillo y Vicente Fox, los mexicanos nos
hemos tenido que enfrentar a titanes de la malversación, destructores de
instituciones (políticas, económicas y sociales), con arreglo a las cuales ondearon
en la centuria anterior banderas de la modernidad entendida como prosperidad y
progreso; como régimen de libertades para pensar lo que queremos y querer lo
que pensamos.
Una Presidencia nueva quiere
y necesita México. Una Presidencia nueva, pero no entendida sólo cronológicamente,
como tránsito y alternancia formal; nueva por la recuperación de su perfil
constitucional y por su prestigio, investida de poderes, atribuciones y
facultades que no merman autoridad vía
el autoritarismo y no bordan en la ineficacia
para cumplir deberes y hacer valer mandatos que derivan de la voluntad social y
de las resoluciones judiciales.
Pero una Presidencia así, con
talante patriótico, requerirá de un Congreso vigilante, integrado por diputados
y senadores, dueños de elevado patriotismo y profundas convicciones nacionalistas,
apasionados por la renovación del Derecho, promotores de cambios en la normatividad
vigente y en la función de legislar.
Demanda, desde ahora, un Congreso convicto de su carácter creador y
revolucionario de las letras de la ley; conocedor, del principio del Estado de
Derecho, “del principio de la
constitucionalidad de la legislación y de la legalidad de su ejecución”, según
la definición de R. A. Métall en “Hans Kelsen, Vida y Obra”.