Los
diarios sonorenses dieron espacios importantes a la información derivada de la
firma de la titular del Ejecutivo, Claudia Pavlovich Arellano, en el convenio
signado por mandatarios y alcaldes en el cónclave de la CONAGO efectuado en Toluca.
Resulta explicable.
Sonora
ha generado, durante los meses últimos del año, un caudal informativo insólito sobre
numerosas anomalías financieras heredadas por la pasada administración. El
convenio en cuestión tiene la finalidad de “inhibir cualquier mal uso de
recursos por parte de servidores públicos”. Asimismo, establecer políticas de
transparencia en la actividad gubernamental.
En
voz alta, el comentario popular es unánime. Se considera que acuerdos como
éste, investidos de fuerza coercitiva, imperativos por lo tanto, habrían
evitado, aún más impedido, actos de latrocinio, de violación de las garantías
individuales y sociales destinadas a usurpar derechos socioeconómicos
consagrados en la Carta Magna.
De
haber mediado la voluntad de los mandatarios para frenar el vandalismo
desbordado en sus jurisdicciones, tal vez se hubiesen inhibidos delitos de
peculado y malversación, todo ello clasificados como abusos de poder en
comisarías, municipios y Entidades.
De
entrada, es muy ´posible que hubiesen disminuido contratación de obra pública
con testaferros al servicio de influyentes políticos; difícilmente hubiesen proliferado
acciones fraudulentas e inferido daños a la sociedad con negocios inconfesables
al amparo de la impunidad; en suma, desfalcos y robo al descubierto, como si las representaciones y los cargos
políticos y administrativos fuesen una vasta feria propicia para la corrupción
legitimada, al margen de todo castigo y sanción ejemplar.
Es
cierto que la honestidad, la transparencia y la austeridad no ocurren por
decreto. Las leyes se hacen para violarlas, reza la máxima rebosante de cínica irresponsabilidad;
se decretan, entonces, con el propósito de cometer con ellas público desacato,
olvidando quizá que las normas que implican fuerza obligatoria jamás se violan
por el hecho de transgredirlas; es decir, nunca se rompen o disuelven por el
desacato de los que, por ello, habrán de convertirse en delincuentes del orden
común.
Ahora
bien, si el hecho de querer saltar por encima de la propia sombra es, al final,
frustrada aventura, resulta edificante, por otra parte, el que las mujeres y los
hombres en altos oficios del poder, gobernadores y alcaldes, convengan en
propiciar acciones que contribuyan a fortalecer el Estado de Derecho por medio
de disposiciones tendentes a favorecer y fortalecer la transparencia y el combate a la corrupción. La impunidad es
cáncer letal. Corroe, y tarde o temprano,
conduce a la anarquía.
El
decálogo acordado contiene premisas a partir de las cuales el Estado y sus
funcionarios estarán normativamente dispuestos no sólo a velar por la
transparencia y la legalidad; reconocerían, asimismo, que están obligados con
el fin de abrir las compuertas de la información y con objeto de que los
ciudadanos certifiquen, por ellos mismos, la probidad y licitud de sus
gobernantes y colaboradores.
Los
funcionarios, así, no sólo darían la apariencia de honestidad y eficacia, sino
demostrarían probidad inobjetable en el ejercicio cotidiano de sus actos
públicos.
Finalmente,
la Secretaría de la Función Pública conviene, frente al publicitado torrente de
actos de corrupción, validar y hacer efectivas reglas que tienen que ver con
principios de austeridad, no discriminación y transparencia en todo lo
concerniente a servicios de calidad en beneficio de los ciudadanos. Se acuerda,
con ese efecto, involucrar a la sociedad en el ejercicio de verificar la
eficacia normativa y en acciones de dudosa legitimidad.
Ciertamente,
una sociedad abierta demanda información oportuna y permanente, pide y exige recursos
de fiscalización con vías accesibles para todos; no sólo a la mano de titulares
de la administración pública. El seguimiento puntual de los actos de gobierno
es condición imperativa, premisa ineludible, en un Estado Democrático de
Derecho.