Hay
mucho ruido y pocas nueces en torno al Centenario de Octavio Paz. Nuestro Premio
Nobel de Literatura merece mucho más en este ejercicio destinado a ponderar, revalorar y dar a difundir su
prolífica y luminosa obra, la cual enriquece el catálogo del Fondo de Cultura
Económica (FCE), así como el de otras editoriales.
Ciertamente,
los libros de Paz no son de fácil y mucho menos lectura entretenida. No escribió
para el gusto de sus contemporáneos como tampoco para el gusto particularista de
sus gratuitos competidores e insatisfechos compañeros de oficio.
Éste,
el oficio de pensar y de dar a luz lo reflexionado, no es compatible con las
modas ideológicas. Y el autor de “El laberinto de la soledad” expresó en lenguaje inusual su visión del
mundo y de la vida en metáforas que no reflejan realidad alguna, acomodada al parecer
de sus vehementes críticos. Son invención libérrima de su autor.
Se
le tachó de pro yanqui en una época en la que todo aquello que no estuviera al
servicio de las doctrinas de la izquierda oficial, radicalizada, y por
consiguiente confinado a ser pasto de la ironía, cuando no de la deformada
interpretación. Así se le convirtió en un apologista, cuando no en declarado
iconoclasta. No había lugar, entonces, para la crítica de las ideas, para la
discusión sin cortapisas de las tesis opositoras; tampoco para el análisis lógico
y metodológico de las doctrinas en boga.
Paz
combatió a los izquierdistas de oficio lo mismo que a los derechistas por
encargo. A los primeros en su propia trinchera, demostrándoles que los términos
y voces que proclamaban paladinamente (justicia, igualdad y democracia) encubrían mar de fondo. Así, no se detuvo en
poner en su sitio a cada quien, y a todos por igual, llamando por su nombre, por medio de
conceptos, a la ideología del momento.
A
la derecha fustigó con las manos en la cintura, sin mucho esfuerzo y como si se
tratara de un enemigo de poca monta.
Quizá eso dio pábulo a la pretensión de que estaba alineado con la
ideología del marxismo. Y, como es sabido, se hizo correr la versión de que debía
el Nobel de Literatura a sus propensiones en pro del imperialismo y a su
postura política comprometida.
En
otros términos, se puso en la balanza de la crítica arreglada todo el peso de la
confusión y la equivocidad, así como se le volvió defensor a ultranza de los
valores del intervencionismo y de las tendencias suplantadoras de ajenas
soberanías. Se le hizo fama de vocero vergonzante y promotor de la teoría del más fuerte.
No
se le dio, con espontánea disposición, el merecido reconocimiento a su
universalismo, a su búsqueda y encuentro de vínculos con la cultura cosmopolita
y de trascendencia en relación con lo meramente local y regional. Se confundió la apología de los valores que
hay en la creación y recreación de lo humano por medio del arte, con una
especie de esnobismo que empequeñece, limita y al propio tiempo aniquila.
Fue
mucho más allá de los Ramos y de los Caso, sin desdeñar lo nacional, lo que es
propio y atañe al ser de los mexicanos. Pero no hizo de “lo” mexicano una
categoría tendente a lo universal, como si por la vía de un estilo particular
de vida se pudiese ascender por la escala humana hacia formas de creatividad
ecuménica; es decir, universal.
Es
el año de 2014 un año de conmemoraciones centenarias. Coindicen con la de
Octavio Paz, las efemérides de José Revueltas y de Efraín Huerta. Las letras
mexicanas están, por tanto, de plácemes y sus críticos hacen todo lo que está a
su alcance para rendir tributo a quienes nos han dado el pan y la sal de la
cultura a través de la metáfora, la expresión embellecida y la creación y
recreación del mundo y de la vida.