(Con gratitud, a Guillermo H. Rodríguez, maestro
señero del criticismo filosófico)
El
22 de abril de 1724 vino, en su natal Könisberg, Emmanuel Kant, genio
vivificador de la filosofía. Abundan las biografías acerca de su existencia y
obra. Thomas de Quincey (Orbis, 1987) relata en su escrito inclusive los
estertores que dieron cuenta de su agonía, dejando en caracteres indelebles el ocaso de la vida física y moral de quien es,
sin duda, el héroe intelectual de la Ilustración.
Los
últimos días del más grande pensador de todos los tiempos son, a su vez, el
inicio de una efemérides que jamás terminará, En México, el Fondo de Cultura Económica (FCE)
sobresale entre las casas impresoras que más han contribuido en el conocimiento
de Kant a través de ediciones magistrales: “Critica de la Razón Pura”, Crítica de
la Razón Práctica”, “Los Progresos de la Metafísica”. Y en espera, “La Paz
Perpetua” versión española, de la
doctora Dulce María Granja, sabia traductora de Kant en la mencionada casa de
las letras y la cultura.
Desde
el primer tercio del siglo XX, Kant dejó de ser el símbolo de la filosofía
idealista, utópica, abstraccionista y confinada al “topus uranus”, revestido de
pretensiones ultramundistas,
absolutistas en suma, al modo del viejo Platón según los renombrados diálogos: Protágoras y Gorgias, Parménides,
Teeteto y la República.
Sin
embargo, correspondería a Freud y Einstein, Cassirer y Popper, entre otros
creadores y críticos de las ciencias naturales y del hombre, colocar al
pensador prusiano en el contexto de la historia moderna del conocimiento,
poniendo de relieve lo que hoy ha dejado de ser parte del árbol genealógico al
cual fue adscrito Kant por autores tales como Fichte, Schelling, Hegel y demás
corifeos de la sabiduría oracular.
Aquí,
en la Universidad Nacional de la que egresó con los más altos reconocimientos
académicos, el filósofo y jurista, kantiano y kelseniano, veracruzano de
origen, Guillermo Héctor Rodríguez, fallecido en 1989, introdujo las novedades
del criticismo filosófico desde sus cátedras en los años lejanos de la
Preparatoria de la UNAM y en las cátedras de Introducción al Derecho v
Filosofía del Derecho lo mismo que en sus inolvidables lecciones de Teoría del
Conocimiento en Jurisprudencia y en Filosofía y Letras.
En
sus labios, el maestro mexicano hizo resplandecer el legado kantiano demostrando
su actualidad frente a quienes, colegas suyos en el magisterio universitario,
solían reducir la luminosa herencia a letra muerta. Procedía, al respecto, de manera
similar a como el autor de las “Críticas” y
de “La Paz Perpetua”, había procedido con sus ilustres antecesores.
Guillermo
H. Rodríguez hizo de los sofistas (Protágoras, Gorgias y Calicles); de los filósofos
de Marburgo (Cohen, Kinkel y Natorp), también
de Kelsen, puntos de enlace y de engarce en la urdimbre de preguntas y
respuestas que dan sentido de continuidad a la historia de la filosofía en
correlación con la historia del pensamiento, de la voluntad y del sentimiento
estético. Kant lo había hecho, ejemplarmente, con Rousseau, Locke y Hume.
Con
la lectura de “La Paz Perpetua”, nuestro maestro hacía ver que los Catorce Puntos (1918) del Presidente Wilson eran supuesto
ideológico de la Liga de Naciones, así como el citado escrito kantiano se
vinculaba a la firma del Tratado de Paz de Basilea en 1795. Y en esa relación
“Derecho y Paz en las Relaciones Internacionales” (conferencias dictadas en 1945
por Hans Kelsen), se entienden mucho mejor a la luz de la Segunda Guerra, y en el sentido de sustento jurídico en la
creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el tribunal responsable de dirimir los conflictos
internacionales y promover la paz.
El legado de
Kant, es inmarcesible. Está entre nosotros.