Por
definición la universidad es templo del saber; símbolo de universalidad del conocimiento.
Sus recintos representan santuarios en cuyo seno se cultivan las ciencias y las
humanidades. Son semejante a viveros en donde proliferan especies del más
diverso origen en condiciones excepcionales.
Guillermo
Soberón, Rector Magnífico, así con palabras mayores, se le identifica con los
más distinguidos dirigentes académicos del planeta. En su ensayo magistral
denominado “El sentido de la Universidad” puso en claro, como muy pocos, el
papel esencial de las casas de enseñanza superior.
Señaló
un itinerario que va de los institutos, del laboratorio y del aula a los
ámbitos de la industria y del corazón de las empresas. Pero sin que se deleguen
ni negocien las libertades de investigación y enseñanza, consagradas como
patrimonio que dan razón y significado al quehacer universitario. Las
universidades no son agencias oficiales, sostuvo.
Las
casas de la inteligencia tampoco son ínsulas incomunicables entre sí, aisladas
de toda comunicación con las instituciones restantes, al modo de la universidad
medieval. Por tanto, no hay por qué esperar a que fuesen una especie de
“elefantes blancos”, monumentos destinados a la contemplación y a la repetición
de verdades eternas hechas para siempre.
Soberón
Acevedo, artífice de la autonomía universitaria consagrada en norma
constitucional, sostuvo que las casas de educación superior ejercen su misión
de crear el saber en todas sus modalidades, cuyos frutos comparten con la
sociedad a condición, asimismo, de que el Estado le entregue el sostén material
a que está obligado. Sin que esto, por lo demás, dé pábulo para someter a sus
investigadores, maestros y autores a los caprichos de ideólogos con poder y
haya motivo para ceder a la demagogia.
La
vieja, obsoleta noción de autonomía, con arreglo a la cual las universidades
son libres con plena autonomía, pero condenadas a buscar por sí mismas el
sustento para realizar sus planes y programas de enseñanza e investigación, ha
quedado atrás.
En
el año de 1933, en medio de una de tantas crisis por la subsistencia y la
permanencia, don Julio Jiménez Rueda expresaría lo siguiente: “…esta situación
puso de manifiesto el desinterés y la gallardía de no pocos universitarios que
se empeñaron en salvar a la Universidad del desastre, y lo consiguieron por su
ejemplar desprendimiento, su tesonera y oscura labor, su devoción por la
libertad y su independencia de un Estado que había querido darle muerte por
inanición.”
Desde
1980, en cambio, hace tres décadas y media, las instituciones de enseñanza
superior gozan de un estatus que promueve el rendimiento creativo de sus
integrantes sin demérito de los derechos laborales, de académicos y
administrativos. Conviven, deben hacerlo, unos y otros con arreglo a garantías
y obligaciones según el trabajo que desempeñan.
Lo
anterior dice con suma claridad que dentro de las instituciones de cultura hay
el clima propicio a fin de que la carrera universitaria tenga continuidad y
deje de ser el ámbito en donde las labores académicas estén en manos de una
burocracia que dispone arbitrariamente de las plazas para docentes e
investigadores a través de contratos que en mucho se parecen a los que manejan
las empresas que escamotean, impunemente, antigüedad y permanencia a sus empleados.
Otro
ángulo, desconocido por soterrado y oculto, es el que consiste en retener y
suspender, por parte de los dueños y amos del erario público, los recursos
destinados al sostén de las casas de enseñanza superior. Estas, con voz
inaudible y voto inexistente, se ven por ello en el límite de la postración y
la inanición. Pero es imposible olvidar que universidades pobres y empobrecidas
por los mandamás en turno, podrían convertirse en pobres e ineficaces
universidades.