Manuel Luna Romero,
vocero de la Tribu Yaqui hasta el día en que los esbirros del aún gobernador Padrés
Elías lo aprehendieron por delitos jamás probados, fue nominado candidato
para recobrar su libertad. Y esto, después
de un año de prisión.
Ayer, el
defenestrado dirigente de la etnia más acosada de México era evocado en todo el
territorio nacional como emblema de la guerra que libran los hombres del campo
y como símbolo de lo que puede ocurrirle a cualquier combatiente por los
derechos consagrados, “de nomine”, en la
Constitución, salvajemente violentados por aprendices del arte de mandar.
Antes de Luna
Romero, Jiménez había sido víctima de la arbitrariedad imperante en la Entidad.
Asistente de Mario Luna en tareas de comunicación y de divulgación de las
afrentas padecidas por indígenas asentados
en las márgenes del Río Yaqui, abandonó el encierro injusto por falta de
pruebas. Al salir de la cárcel, el abogado defensor, Francisco Mejía Cisneros,
expresó la certeza de que era inminente la excarcelación de Luna Romero, pues
no existen antecedentes de culpabilidad.
La crónica de la
ignominia que padecen los descendientes de Cajeme, no tiene origen reciente. Se
remonta a muchísimos años atrás. El denominado Acueducto Independencia los hizo
revivir en este sexenio de la amargura implantado por el último panista con
aires de inquisidor; es decir, de 2009 a la fecha.
Un lugar común es mencionar
que Lázaro Cárdenas dio el agua a la Tribu Yaqui y les refrendó sus derechos
legítimos al uso y usufructo de la tierra. Asimismo, que en el reinado
salinista, sin embargo, se les advirtió a los ejidatarios de la acotación de sus
derechos de propiedad del suelo y de la legitimidad en el goce y disfrute del
agua, el vital insumo, al disponer que el ejido fuese enajenable.
Hoy en día se
cumple la amenaza. La tierra y el agua han dejado de ser de aquellos que la
trabajan con el sudor de su frente. Los sistemas de crédito se han encargado de
convertirla en objeto de rapiña por parte de los nuevos encomenderos de México:
los narcotraficantes y los empresarios dueños de minas como los socios del
tristemente publicitado Grupo México.
Hombres
genuinamente del campo como Jiménez, Luna, Tomás Rojo, y otros más, son los
verdaderos voceros de la ignominia que
viven ejidatarios y pequeños propietarios ante la voracidad de los actuales depredadores
del agro nacional.
Entre paréntesis,
¿quién no recuerda el relato de Juan Rulfo “Nos han dado la Tierra” cuando en
el Llano hace decir a uno de los personajes en respuesta al señor delegado que
se deshace en halagos por tanto terreno para los pobladores: “Pero no hay agua.
Ni siquiera para hacer un buche hay agua”.
El delegado,
entonces: “¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de
riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran”.
A su vez, el
quejoso: “Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que
el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que
hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo
que nazca nada: ni maíz ni nada nacerá.”
El delegado, por
fin: “Eso manifiéstenlo por escrito. Ahora váyanse. Es al latifundio al que
tienen que atacar, no al gobierno que les da la tierra”.
La cita anterior es
sólo una réplica, una analogía. Habrá que esperar al curso que siga este
capítulo en el cual lo nefasto se imbrica con la esperanza de ver que amanezca
el día final de la intolerancia y la arbitrariedad: Y cuando resplandezca, a
plenitud, el Estado de Derecho.
El trauma de la
libertad ronda en diversos rincones del
País. No sólo en Sonora donde la transición, se espera, ha de ser mucho más que
una promesa de campaña.