Bienvenido lector:

Federico Osorio Altúzar ha sido profesor de Filosofía en la UNAM y en la ENP (1964-1996) y Editor de la Gaceta de la ENP desde 2004.
Durante 15 años fue editorialista y articulista en el periódico NOVEDADES.
Es maestro en Filosofía. Tiene cursos de Inglés, Francés, Griego y Alemán.
Ha publicado en Novedades, el Heraldo de Chihuahua, El Sol de Cuervanaca, el Sol de Cuautla, Tribuna de Tlalpan, Tribuna del Yaqui, Despertar de Oaxaca y actualmente colabora en la versión en Línea de la Organización Editorial Mexicana (OEM).







jueves, 5 de marzo de 2015

YAQUIS Y MAYOS: VIL ACOSO Y DESERCIÓN ESCOLAR

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No cabe la menor duda. Las etnias del sur de Sonora son blanco infame destinado a ser extinguidos por despojo, invasión de sus bienes y pertenencias, así como a través de la contaminación de ríos, arroyos y acuíferos de su propiedad.
A lo anterior habría que añadir el cobarde y solapado asalto a derechos conculcados con lujo de cinismo y soberbia: de la educación, por parte de quien es responsable de tutelarlos; asimismo, la autoridad bajo entredicho procede negando la entrega de becas a más de tres mil niños y jóvenes indígenas, quienes han ganado dichos apoyos en legítima y pública competencia.
Desde tiempos de la invasión y el saqueo por parte de los “yoris” de ultramar, pasando por la convulsiva y tormentosa época de la Reforma, el Imperio y la Revolución hasta llegar al mandato de Lázaro Cárdenas, el General, los indígenas han sido objeto de rapiña lo mismo por caciques criollos de Chihuahua como por turbas saqueadoras llegadas del país del Norte, en Sonora, sedientas de placeres ocultos en sus feraces valles y prodigiosas montañas.
El expresidente les otorgó tierras y agua, refrendándoles títulos legítimos a los descendientes de Anabayulety, Cajeme y Tetabiate. Los hizo poseedores con plenitud de garantías, según el propósito de poner término al afrentoso capítulo de ignominias cuya finalidad consistía en justificar el latrocinio y legitimar la política de extermino  cuando no la malévola intensión de marcar a cada etnia como fierecillas salvajes capaces de matar por matar y de sobrevivir a expensas de los bienes y las riquezas de los “yoris”  mexicanos.
De indios “patarrajadas” no dejan de ser llamados los “naturales” de los pueblos   autóctonos, como si el uso de tehuas y huaraches fuera distintivo denigrante y sello identificador de seres infrahumanos. Indolentes, ineptos y hombres-zánganos son llamados hombres y mujeres que en su mismo territorio, heredad de sus mayores, son considerados apátridas por extraños y connacionales.
Pero el afán de exterminio en contra de yaquis y mayos va más allá del afán de exterminio por la vía física, el robo de agua, por caso, un bien que les fue otorgado según Decreto Presidencial en la administración política del Mandatario Cárdenas.  La Ley de Aguas Nacionales no dejaría mentir al respecto. Es el ordenamiento que invocan los defensores de yaquis y mayos, el alcalde Rogelio Díaz Brown y el diputado con licencia Faustino Félix Chávez, en defensa de las etnias asentadas en los valles del Yaqui y del Mayo de cuya desafortunada controversia, se habla como de un final feliz, pero no se concreta aún en palabras de la Ley.
El autor actual de los ilícitos considerados acoso y despojo en propiedad ajena  no sólo goza de palmaria impunidad, sino, además, es coautor de burlas a la justicia, ostentándose como émulo del Rey francés para quien el Estado, Francia, encarnaba en su persona. Por lo tanto hace y deshace sin que ninguna autoridad limite la suya.
Mucho más grave o, al menos, tan grave como la extinción humana por el método de la inanición, lo es esta amenaza y su cumplimiento por la vía del atentado contra la integridad del espíritu. La educación, la enseñanza y el cultivo de la mente son derechos inalienables en todo Estado democrático de Derecho. Limitarlo, cercenarlo y violentarlo sólo cabe en espíritus enfermos de poder, en políticos venidos a menos por razón de la avaricia y el egoísmo mal entendido y peor ejecutado. Esta actitud provoca criminal deserción escolar.
No hay duda que la amarga experiencia que padecen niños, adolescentes y jóvenes aborígenes es transitoria. Pero algo habrá que hacer mientras tanto, además de proclamar denuncias por los atropellos.  
El peso de la arbitrariedad es mayor, mucho mayor, de lo soportable. Y no habrá que dejar al tiempo lo que hoy amerita intervención urgente y perentoria.