A
más de una centuria, casi 110 años, la Huelga de Cananea en la Mina Oversight
suscita similares evocaciones: injusticia, humillación, vejaciones y altivo
autoritarismo, al igual que lo ocurrido ahora en la Minera Buenavista,
propiedad de Grupo México. ¡Pasta de Conchos no se olvida!
En
aquel entonces, el conglomerado en protesta estaba formado por rezagadores y carreros, barreteros y
ademadores, todos ellos obreros en calidad de sobreexplotación que prorrumpían
en gritos como el de “¡Cinco pesos y ocho horas de trabajo!”.
A
nadie en la Entidad hacía estremecer aquella situación en donde la miseria y la
explotación eran compañeras inseparables de los vilipendiados trabajadores,
como ahora tampoco, incluyendo a funcionarios de la Federación, es capaz de atender
los gritos de angustia como el de: “Si no hay agua para los habitantes del Río
Sonora, tampoco habrá para los del Grupo México”.
La
amenaza de huelga se cumplió tras el levantamiento de los mineros de Cananea. Y
hoy, nadie dice lo que ocurrirá, si perdura la sordera y si el mutismo oficial continúa
al paso de las horas y los días. La huelga dio paso a la encarnizada lucha
contra los poderosos empresarios de la Oversight; así Cananea, a partir de la
cruenta protesta, se volvió símbolo de la histórica lucha, la del débil frente
al fuerte. Y, en el caso, sigue siendo punto de partida para batallas
organizadas y referencia de imborrable memoria.
Llega
la justicia por mano propia cuando los límites de la obediencia, el término de
la prudencia y la disidencia dentro de los cauces de la legalidad, han sido violentados
con lujo del desdén y la prepotencia. Surge, cuando menos se espera, y el
reclamo verbal se convierte en hecho contundente. De ese modo, estalló en aquella
Minera, dando pábulo a la violencia la cual de chispa distante y crepitante se
haría hoguera incendiaria en todo el territorio nacional.
No
se quería, mucho menos el dictador Díaz, que el torbellino se hiciese
movimiento armado,. Y nadie quiere ahora, cuando todo indica que estamos en el
umbral de reformas que podrían tener sentido social, que la paz y la armonía se
quebrantaran por obra y gracia del abuso, los atropellos al Estado de Derecho,
y por la absurda tolerancia de la autoridad frente al cinismo y el despojo en
pleno día.
De
John Locke a Luther King, pasando por H. D.Thoreau y Mahatma Gandhi, el derecho
a la rebelión adquiere su propia versión en el sentido de práctica social, sin
que por ello sea objeto de enfrentamiento propiciado por el Estado, más aún
cuando el Estado se ostenta como organización respetuosa de los Derechos
Humanos, garante de las libertades de libre tránsito y de libre expresión. Pertrechado,
además, por ordenamientos de anticorrupción y de transparencia.
J.
Rawls en su ensayo sobre Desobediencia Civil (1978) expone el tema en estos
términos: “¿En qué punto deja de ser imperativo el deber de acatar las leyes
promulgadas por una mayoría legislativa, en razón del derecho a defender las
propias libertades y oponerse a la injusticia? Esta cuestión entraña la de la naturaleza y los límites del
régimen mayoritario”. Prosigue: “Por
este motivo, el problema de la desobediencia civil es una causa instrumental
primordial para verificar cualquier teoría sobre el fundamento moral de la
democracia”.
Hasta
aquí la reflexión. En el escenario de
todos los días, nos percatamos que sube, cada vez más y más, el tono de las
inconformidades: los derrames de tóxicos por la Minera del Grupo México suceden
uno tras otro, en medio de pasmosa impunidad. Más de siete mil afectados por la
contaminación siguen esperando la magra indemnización. Ni qué decir de la
suerte de los presos políticos por la defensa del agua y en contra del
Acueducto Independencia.
Y asoma, así, el
monstruo de mil cabezas: el de la justicia por mano propia.