Los
discursos de Luis Donaldo Colosio y de Martin Luther King tienen una gran
similitud en la forma al igual que en el contenido. Fueron pronunciados en
distintas fechas, es verdad, pero contienen propuestas que los aproximan al
grado de identificarse entre sí por los anhelos y las esperanzas, aunados a la
exigencia de construir y de recrear un mundo en el que todos pudiésemos vivir y
en el que el afán de convivir fuese no
una exigencia y un reclamo, sino palmaria realidad.
Con
sus pronunciamientos, Luther King firmó su sentencia de muerte. Por razón de su
histórico mensaje, Colosio Murrieta anticipó los disparos con los que segarían
su existencia en el mismo mes de su valeroso manifiesto de campaña.
El
primero de estos mártires del igualitarismo
dijo a sus conciudadanos, con dedicatoria para los de tez blanca y de
corazón oscuro, que abrigaba un bello sueño. “Tengo el sueño de que mis cuatro
hijos vivirán un día en una Nación donde no serán juzgados por el color de su
piel sino por el contenido de su espíritu”.
Diría
aún: “Tengo el sueño de que algún día el Estado de Alabama, cuyo gobernador
escupe hoy palabras de interposición e invalidación, se convertiría en un lugar
en que los niños negros y las niñas negras podrán coger la mano de los niños
blancos y las niñas blancas y caminarían
juntos como hermanas y hermanos”.
Con
esa fe y con esa esperanza Luther King recorrería el sur de su patria. Y con el
poder de esa convicción, hizo posible que un día, hará cinco años, por la
escalinata de la sede del poder en Washington caminaran los integrantes de la
familia Obama para ser los huéspedes más encumbrados políticamente hablando,
sin que mediase distinción alguna según el color y los prejuicios étnicos.
Colosio
aseguraría, aquel 6 de marzo, poco más de dos semanas antes del proditorio
crimen: “Veo un México con hambre y sed de justicia. Un México de gente
agraviada por las distorsiones que imponen
quienes deberían servirle. Un México de hombres y mujeres afligidos por
los abusos o arrogancia de la autoridad”.
Frente
al sombrío escenario, ante el desolador panorama donde la autoridad era
cómplice de ilegalidades sin término y la impunidad era coraza que encubría lSa
corrupción y la criminalidad de cuello blanco, Luis Donaldo haría, entonces, la cruda acusación y la más
severa denuncia surgida de labios de un político militante en las filas del
partido en el poder.
Ha
llegado, expresó en tono desusado, la hora de las respuestas, la hora en que el
México de esos días exigía, con carácter de apremio, resoluciones en vez de
promesas vergonzantes.
Se
comprometió, en consecuencias, a imprimir un cambio con rumbo. Un cambio que no
se detuviera en casos ostensibles, por sí mismos repudiables. Chiapas, como hoy
Guerrero, Oaxaca y Michoacán, no son los únicos focos de inseguridad, violencia
y desdén a los indígenas dejados a expensas de la inanición, la insalubridad y
la rapiña por parte de los poderosos.
Definió
la responsabilidad de los gobiernos autollamados revolucionarios. “Es la hora
de defender a nuestros indígenas, de respetar su dignidad”. Y agregaría con la franqueza y el valor de la
palabra que fueron característicos de su persona, que había llegado la hora de
formular un nuevo pacto con los grupos marginados, con las etnias de todo el territorio
nacional.
Pero
su visión no alcanzaría a columbrar que, en vez de realizarse aquel sueño, volvería
con todo y fuero el influyentismo, la corrupción y la temible impunidad.
La
suerte adversa y el abandono de sus gobiernos (rarámuris en Comundú, mixtecos
en Colima y yaquis en Sonora, no dejarán mentir)
El sueño de Colosio, a diferencia de la visión
profética de Luther King, sigue en espera de realización y puntual cumplimiento.