De la Ley Lerdo, 1856, a la política de
exterminio y depredación de nuestros días, la etnia yaqui ha sido una y otra
vez víctima de sus expoliadores quienes, de manera reiterada, los han despojado
de tierras tradicionalmente de su propiedad.
En la Introducción a “Crónicas de la Guerra del Yaqui” de Manuel
Balbás y Fortunato Hernández (Gobierno del Estado de Sonora, 1985), Michel
Antochiw escribe: “Los yaquis formaban el grupo humano más aferrado a su
territorio que haya existido en Sonora y menos dispuesto a discutir la
legitimidad de su posesión.” Como ahora, en lo tocante al abusivo e ilegal
trasvase del recurso hídrico y ante la construcción fraudulenta del Acueducto
Independencia, la Tribu se alzaría entonces, al igual que hoy, para defender lo
suyo con base en los derechos que les asisten.
Sigue diciendo el prologuista: “Todo intento anterior
de reducirlo o de compartirlo con otros (su territorio) había fracasado y esta
intransigencia chocaba violentamente contra los planes políticos y económicos
de la entidad”.
Si bien la historia no se repite, otros
son los tiempos y los espacios, no obstante hay sucesos recientes, todos
dolorosos, que se abaten sobre la demarcación indígena, dando la percepción de
extraordinaria semejanza con los de hace más de siglo y medio: una especie de
retorno cíclico a épocas pasadas por su amargo sabor y su cruel desenlace. Todo
ello, objetivamente visto, a causa de la rivalidad entre partidos políticos,
revanchas ideológicas entre vencidos y vencedores, conservadores y liberales;
es decir, por la pugna histórica y la actual, en curso, entre neoliberales y reformistas,
modernizadores y proimperialistas.
Reafirman la creencia en lo anterior los
sucesos en que se hallan envueltos el presente y el
porvenir de los grupos autóctonos no sólo en el Valle del Yaqui sino en La
Tarahumara, así como en Baja California, San Luis Potosí, Guerrero por supuesto
y en la atribulada región de Oaxaca y de la Selva Lacandona. Todo esto
encubierto, solapado y propiciado por quienes tienen la obligación de respetar
y hacer respetar los Derechos Humanos, sin hacer distinciones entre ciudadanos
de primera y pobladores considerados de segunda y de tercera.
Presos arbitrariamente Mario Luna Romero
y Fernando Jiménez Gutiérrez, ex voceros de la Tribu, la noticia de la extraña,
presunta desaparición de Patricia Almeida Quintana, joven mujer yoreme, mencionada
como trabajadora social que haría sus labores en Pótam, pone sobre aviso acerca
de la renovada campaña contra la Tribu.
Patricia habría denunciado con
antelación, y mediante el seudónimo de Patotyz Yaqucita, a sicarios de
amedrentarla, amenazarla y de conminarla a no ejercer sus derechos de libre expresión y
exhibir las graves injusticias contra la Tribu Yaqui. Por cierto, en vísperas
de Navidad, los representantes de le Etnia exigen la liberación de sus líderes
encarcelados ilícitamente, en abierta violación de los Usos y Costumbres, es decir,
violentando Derechos Humanos que les asisten. Es condición a fin de proseguir
la inconclusa consulta a la comunidad.
La desaparición de Patricia, considerada
por algunos autosecuestro, es elemento que busca provocar desprestigio contra la
Tribu Yaqui en su denodada lucha por el hurto del agua que les pertenece.
Promueve innecesariamente resentimientos, odios y venganzas. Presiona en las
heridas abiertas por la arbitrariedad, los abusos y la impunidad. Como se dice,
al daño se agrega la ofensa.
El presunto secuestro se publicita
mientras se hace la costosa apología de los Derechos Humanos y se difunde la
política de justicia jurídica para todos. Y esto ocurre a la vera del discurso
que pregona la vigencia del Estado de Derecho, una bella utopía cuando más y un
ritornelo que ya nadie quisiera
escuchar.