La flamante Ley Federal de Consulta
Popular podría ser el antídoto eficaz y terminal contra el virus de la
demagogia. Siempre y cuando, es cierto, los principios establecidos como reglas
para su ejecución sean observados de manera irrestricta e incontrovertible.
El lema revolucionario “Sufragio
Efectivo, No Reelección” puso término a la escalada sangrienta de la toma del
poder por la vía del “quítate que me pongo yo”, vigente durante el siglo XIX
hasta entrado el siglo anterior al nuestro. No obstante, si bien surtió efecto lo
relativo a la no reelección en su carácter formal, no ocurriría lo mismo con la
proclama del sufragio, pues durante décadas y aún hasta nuestros días los
tribunales locales y el mismísimo órgano federal afrontan, después de cada
elección, la carga abrumadora de las impugnaciones.
Pero esta Ley Federal de Consulta
Popular, que bien podría llevar la denominación de Ciudadana en la medida que
es un ordenamiento para uso y usufructo ciudadano y no para beneficio de los
partidos, como si fuera la “cama de Procusto”, a medida de intereses
ocasionales.
El legislador responsable de procesar el
dictamen de sus colegas en la Cámara de Diputados, Faustino Félix Chávez,
sostiene que el objetivo principal de la ley es alentar, fortalecer y dar
viabilidad a la democracia institucional. En sus propias palabras: el propósito
es el de “empoderar” al ciudadano, restituyéndole
la garantía no sólo de la efectividad de su voto en las urnas electorales sino
la de participar directamente en el proceso de toma de decisiones desde la
altura del poder.
No contábamos ni remotamente con los
recursos jurídicos de la iniciativa popular y la del referéndum como método
participativo en la configuración y el dictamen de ordenamientos para la
observancia general. En las letras y el espíritu, la Constitución legitima nuestra
democracia como una democracia de partidos. Sin embargo, no habíamos tenido a
nuestro alcance un ordenamiento que garantizara la presencia ciudadana en la
formación de la voluntad cívica.
De ese modo, sobrellevando nuestra
incipiente democracia todo el peso de la demagogia a cuestas ha logrado
sobrevivir evitando el Scilas y el Caribdis de su propia inmolación por la
reiterada acometida de la inconformidad y la disidencia.
Hoy en día, se cancelan las excusas y
las justificaciones para actuar como el “Rey Sol”. Los desplantes demagógicos a
través de manifestaciones, las obstrucciones al derecho de tránsito y los abusos
cobijados en la impunidad que dañan bienes de terceros, quedan desde ahora a las
resultas de las leyes en materia penal y no más al arbitrio mediático de
partidos y de sus aprovechados dirigentes.
Justicia pronta y expedita ofrece el
Presidente. Justicia jurídica que hace a un lado usos y costumbres de lentitud,
contubernio y corrupción. Justicia electoral y también prontitud y expedición
para su cumplimiento; garantía de que funcionarios, jueces y legisladores pondrán
oídos atentos y diligencia ante el clamor popular en el sentido de poder
contribuir en la tarea de hacer de la voluntad social un fruto apetecible. No
un látigo que castigue, acose y pretenda
aniquilar.
No hay, es imposible que hubiese algo
así como una democracia impoluta, pura, exenta de omisiones y defectos, como
tampoco hay autocracias libres de fallas y anomalías. Cabe reconocer que
existen formas de organización política con mayor o menos eficacia, con mayor o
menor grado de efectividad y con mayor o
menor capacidad de efectiva realización.
En el caso nuestro, de la democracia de
pantalones cortos estamos transitando, con fortuna, a la democracia
participativa con madurez institucional. Tenemos leyes, contamos con instituciones
con aptitud para el logro de esa finalidad. Y contamos con la Suprema Corte de
Justicia a título de garantía de su permanencia y efectividad.