Por enésima ocasión la sociedad internacional se debate ante la
dramática opción de ser víctima del totalitarismo o vivir en un mundo de
puertas abiertas al universalismo y a la relativa igualdad entre todos.
La amenaza real y latente inducida y provocada por agentes no
identificados del mal llamado Estado Islámico tiende su estela de dolor, luto y
orfandad por diversos rincones del planeta, persuadiendo a sus falanges de que
ocasionando muertes obtendrían la gloria a cambio del susodicho genocidio.
Apenas este lunes el aeropuerto de Bruselas volverá a la normalidad
tras el cobarde atentado, mientras el gobierno de Grecia, por su parte, anuncia
la “devolución” de refugiados a sus originales países de origen.
Promotor hace dos milenios y medio de la igualdad entre los ciudadanos
de la polis ateniense, el régimen griego es obligado, por circunstancias de
orden financiero internacional, a cumplir con la inhumana tarea de someter a
miles y miles de seres inocentes, sobrevivientes de la forzada emigración, a
ser remitidos como presas indefensas al alcance de las fauces de sus
victimarios.
Son ya millares de personas que han salvado la vida, niños, mujeres y
ancianos, huyendo de las garras del terror desencadenado en sus países, Turquía
y Siria entre otros; ahora vuelven contra su voluntad en calidad de fugitivos al
alcance del atroz terrorismo organizado
y llevado a la práctica por la “yihad” de nuestros días.
Volteando la página, sin embargo, hace unas semanas, en La Habana, se
produjo el encuentro largamente esperado entre los gobiernos de Estados Unidos
y el de Cuba, con el objetivo de enmendar viejas y lacerantes huellas del
totalitarismo invasor conducido por el imperialismo, de efímera existencia, el
de la URSS, con la complacencia del entonces subsidiario régimen castrista, de
inefable memoria.
Es un lampo de esperanza, anublado por las insolentes expresiones del
candidato del Partido Republicano, Donald Trump quien, sin ninguna reticencia,
lanza la infeliz bravuconada de
levantar, si el voto de los estadunidenses lo hacen jefe de la Casa
Blanca, una muralla entre su país y el nuestro, valladar a pagarse, además, con
recursos del pueblo mexicano. Con finalidad oscura.
El Presidente Obama y su partido, el Demócrata, representa mal que bien
aquel destello esperanzador que alude a una progresiva, por ahora incipiente,
democratización de la convivencia internacional: el imperio del pacifismo,
rumbo hacia el ideal cosmopolita con fronteras abiertas a la educación, al
conocimiento, a la igualdad económica relativa y a la indiscriminación entre
razas y por causas de condición social.
No se olvida, ciertamente, que el imperialismo implica ejercicio del
fuerte ante el débil.
Pero habría que invocar el hecho histórico de que hay de imperialismos
a imperialismo, con todas sus lacras y supuestas virtudes emblemáticas.
Habría que admitir, entonces, que hubo regímenes imperialistas
provenientes de la Edad Media, con Inquisición y todos los males habidos y por
haber, enseñoreados en diversas regiones de la Tierra.
Hubo también imperios que, sin desdeñar sus tangibles arbitrariedades,
trajeron a este Nuevo Mundo enseñanzas perdurables tendentes a la
universalización y a la tolerancia religiosa.
Pero el terrorismo islámico en su versión contemporánea nos remite a
tiempos del Helenismo en que un Conquistador de renombre, Alejandro Magno,
héroe de Macedonia, hizo fulgurar los ideales de la Grecia clásica, los de
Protágoras y Sócrates; de Pericles y Aspasia; de Eurípides y la generación en
donde militó Isócrates y su persuasiva retórica. A la inversa de las actuales
fulminantes amenazas de los islámicos.
Viven y perviven los anhelos de una sociedad abierta en la cual la
tolerancia sea patrimonio ecuménico y en donde prevalezca el régimen de
libertades y la relativa igualdad.