Volvió Ariel Sharon a la
heredad en donde reposan, rodeados de eterna paz y silencio, los líderes
milenarios que al igual que Moisés y Josué, David y Salomón, condujeron,
defendieron y gobernaron al Israel ancestral, al pueblo de la Biblia.
Reconocido con el sobrenombre de Erik (en hebreo “el Rey de Israel”), su
verdadero nombre vibra y resplandece en el corazón de los descendientes de
Abraham junto con el de los de Beguin, GoldaMeier, ShimonPeres y tantos más que
hicieron posible el intrépido sueño de Theodoro Herzel.
Fue denodado combatiente en
la Guerra de Independencia frente a los ejércitos británicos y árabes, en la
campaña del Sinaí, en la Guerra de los Seis Días; asimismo encabezó la defensa
de su Patria en el asalto sorpresivo de la Guerra de Yom Kippur y tuvo polémica
actuación en la confrontación con el Líbano, siendo Ministro de Defensa, y a
causa de la masacre de Sabra y de Chatila.
Era visto, aclamado y
ponderado como el pulso firme, la voluntad indoblegable de Israel frente a los
embates del terrorismo abanderado por los grupos radicales nacionalistas
liderados por Yasser Arafat. Así como los seguidores de éste lo estimaban como
el estandarte de su causa y veían en Sharon la representación misma de las
fuerzas del mal, Sharon fue el nuevo David y el símbolo de la salvación de su
pueblo, el estratega moderno que hacía triunfar a Israel de todas las
atrocidades de quienes querían, literalmente, “echarlos al mar”.
Tuvo enemigos dentro y fuera
de Israel, habrá que reconocerlo. Políticamente era considerado propulsor de
ideas conservadoras, de una derecha que en el parlamento lo hacía argumentar
con premisas tendentes a la defensa activa de Israel frente a sus agresores.
Provenía de una lucha sin
cuartel en donde el pacifismo tenía connotaciones muy opuestas a las esgrimidas
por quienes no habían tenido participación directa en el nacimiento de Israel
como Estado. A él le correspondió desempeñar un papel estratégico en las
batallas del Canal de Suez, sufrir las penurias de la tregua a la sombra de las
resoluciones de la ONU, las conocidas como acuerdos 242.
Tuvo que ver con el alto al fuego en los umbrales del cese de
hostilidades al final de la guerra de Yom Kippur.
Ariel Sharon era ministro de Agricultura cuando el
presidente Muhammed Anwar Sadat llegó a Jerusalén en noviembre de 1977, después
de más de tres décadas de tensiones.
En su inigualada biografía
“Beguin. Perfil Humano y Política”, el desaparecido periodista, amigo nuestro
muy querido, Ariel Roffe, escribió con aquel histórico motivo: “Los ojos del mundo
se dirigieron a la puerta del Boeing cuando se abrió y la escalera de la
Compañía área israelí El Al fue acercada a ella. El jefe de protocolo israelí
entró al avión, pero nadie salía. Al cabo de unos instantes que parecieron horas, empezaron a asomar del
avión decenas de agentes de seguridad, fotógrafos y reporteros que al tocar
tierra rodearon el acceso a la escalerilla, casi bloqueando su paso”.
Atrás quedaba toda una larga
e intensa pesadilla y ante Judíos y árabes, vislumbraba la tierra promisoria de
la paz y el entendimiento. Pero la Canaán anhelada distaba mucho de estar al
alcance de unos y otros. Los Acuerdos de Camp David serían letra vulnerada por
las inconsecuencias y agresiones del terrorismo liderado por Arafat, dejando
nuevas huellas sangrantes aún abiertas.
A Sharon no le tocó enterarse
de las últimas peripecias adversas a la paz anhelada. Como un moderno Moisés le
fue concedido sólo mirar a la distancia las brisas del Jordán y las
estribaciones de las colinas de Belén y Jerusalén envueltas en paz y armonía, entre árabes e israelitas.
Descansaba en paz y quietud
desde hace casi una década, en estado de coma. Hoy vuelve al polvo de la
quietud eterna.