Primero
fue la “Yihad”. la llamada “Guerra Santa”. Luego, la más temible de todas, la
autora de los actos terroristas vistos pocas veces en la historia de la
Humanidad. La de estos días, tiene como escenario el planeta entero.
Va
de Francia a Inglaterra y de ahí a la Alemania de la Canciller Merkel. Cruza
mares y océanos. Vuela de los Estados Unidos, el de Trump, a tierras de la
Vieja España (Barcelona y Cataluña). Alcanza a Finlandia y nada ni nadie
conjetura hasta donde habría de llegar.
Si se le tolera,
claro está.
Un
terrorismo sin rostro y sin nombre propio, sin nada visible que lo presida, sin
un territorio propio que lo aloje y a cuya población represente, es todo lo que
se diga, pero menos, mucho menos, una entidad con la cual tratar. ¿Con quién,
entonces, intercomunicarse?
Mucho
se ha escrito y hablado acerca de una continuación de la Jihad o Guerra Santa,
como responsable directa de los crímenes a mansalva, sin razón ni objetivo
alguno. Para el común de las personas.
Las
llamadas guerras justas lo son, aunque sólo de nómine, de nombre; una expresión
para identificar lo indefinido, lo inasible. En otras palabras, se nombran así con
el fin de dar imagen y apariencia de rostro a lo que, por definición, es una
aberración o un franco dislate.
Guerras
justas no las hay; nunca las ha habido. La justicia, ese valor tan traído y
llevado en el lenguaje por demagogos, usurpadores y tiranos, no va con el
instinto desatado e irresponsable de quienes auspician acciones que, en más de
un sentido, hacen recordar los comentarios de Hobbes en torno a la frase de que el hombre puede convertirse, es, un
lobo para el hombre.
Más
allá del primitivismo que rodea al terrorismo actual habría que indagar aquello
que lo ha desencadenado, a qué ideología (sin nombre ni rostro) pertenece,
quiénes lo auspician y con cuál finalidad.
Estado
islámico se ha denominado al “lugar”, al espacio en donde nace, crece y se
reproduce el terrorismo. Pero un Estado implica territorio, dirigencia o
liderazgo del que se trate.
Sin
embargo, un “Estado” sin rostro, creado artificialmente y de forma mágica como
ocurrió con la URSS, invención del imperialismo yanqui, no deja de ser una
ficción, malévola por cierto, pero a la que se puede acudir para conocer de
viva voz sus propósitos, sus metas y objetivos.
Así
las cosas, nos las habremos de ver con un ente irreal, pero a la vez tan real y
cruel como revelan los sucesos que apenas hace un par de días causaron la
muerte y que dejó una estela de heridos y mutilados.
No
se equipara, mucho menos, el concepto de guerra en este espectral terrorismo
como el utilizado en sus “historias” Heródoto o los implicados por Tucídides en
su “Guerra del Peloponeso”.
Una
guerra, requiere de la declaración previa. Más todavía: en los idiomas modernos
en los que, aparte de la declaración, el
Estado beligerante ha de formular
juicios en los que hay argumentos o razones para empuñar las armas en contra del supuesto agresor.
El terrorismo de
nuestros días, insistimos, hace y se desarrolla desde el anonimato.
Da
lugar a una severa crisis en la sociedad internacional. Parece ser que la
crisis hace tambalear las bases del internacionalismo. Renacen con todo ímpetu
odios y rencores. Cada vez la impresión crece en el sentido de que está próxima
una conmoción bélica de proporciones inauditas.
Quitar
las máscaras al terrorismo, ha de ser lo primero. Luego vendrían las
imputaciones de rigor. Si es A debe ser B.