Bienvenido lector:

Federico Osorio Altúzar ha sido profesor de Filosofía en la UNAM y en la ENP (1964-1996) y Editor de la Gaceta de la ENP desde 2004.
Durante 15 años fue editorialista y articulista en el periódico NOVEDADES.
Es maestro en Filosofía. Tiene cursos de Inglés, Francés, Griego y Alemán.
Ha publicado en Novedades, el Heraldo de Chihuahua, El Sol de Cuervanaca, el Sol de Cuautla, Tribuna de Tlalpan, Tribuna del Yaqui, Despertar de Oaxaca y actualmente colabora en la versión en Línea de la Organización Editorial Mexicana (OEM).







sábado, 24 de diciembre de 2016

JESÚS HISTÓRICO: EL HOMBRE DE NAZARET

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Hará un año cuando, en la Parroquia del Señor del Buen Despacho escuché por primera vez la expresión “Jesús histórico” de labios del sacerdote que oficiaba la ceremonia de aniversario para conmemorar los cincuenta años de feliz pareja, rodeada de familiares y amigos.
Acostumbrados a escuchar el nombre de Jesús asociado con el hálito de divinidad que lo rodea entre la cristiandad, pocos de los ahí presentes se  percataron de la forma, poco usual, de exaltar la emblemática  figura de quien es, para millones y millones, el Salvador y el Redentor de la Humanidad, el Deseado de Todas las Gentes.
En estos días de guardar, el Hombre de Nazaret, su perfil sobrehumano o bien su personalidad histórica recorren, al igual que después de su muerte, los más recónditos sitios en los que la fe tiene el poder de hacer milagros; es decir, traer paz y armonía a los corazones, multiplicar los panes en la mesa de todos, sin diferencia alguna.
El Jesús histórico  se reviste actualmente de  atributos que hicieron de él un paradigma de bondad, de acato a la dignidad y respeto para elegir el modo de ser y de vivir. El niño de Belén, después adolescente, hace a un lado usos y costumbres de la tradicional familia hebrea, y asume la actitud libre e independiente para expresar: “En los negocios de mi Padre me conviene estar”.
En su larga estancia con la secta de los esenios, desde los trece años hasta poco más de los treinta, aprende las técnicas curativas que lo harán célebre entre los menesterosos y alcanzará el dominio de la retórica persuasiva que dará credibilidad a su prédica  y lo convertirá en el nuevo Sócrates, sólo con la honda diferencia de que él invocaba una misión trascendente mientras que el pensador de Atenas había asumido sus deberes ciudadanos en nombre de un ideal inmanente, específicamente humano.
El Hombre de Nazaret vuelve en forma idealizada como el que puede suscitar una revolución pacífica en pro de la tolerancia, en favor del culto de la libertad de creencias por encima de prejuicios, dogmatismos y fanatismos como aquellos que, a la fecha, andan sueltos  por todos los rumbos del planeta: desde el Medio Oriente hasta los confines de Europa, y desde ahí a los escenarios, otrora en armonía, de Norteamérica y de todo el Continente.     
El Hijo del Hombre pasa de la leyenda a su condición histórica, al de un Jesús de carne y hueso, protagonista en la divulgación de nuevas creencias, metas y objetivos, propicios para realizar el nuevo concepto de adorar, de creer, de vivir y de morir en forma por demás responsable: dar la vida en aras de un ideal, sacrificar la propia existencia sin otra pretensión que la de enseñar que la autonomía en el pensar y en el actuar implica hacerlo con responsabilidad y sin esperar el aplauso fácil.
Humano, demasiado humano, con la expresión de Friedrich Nietzsche, el Jesús histórico, tiene permanencia mucho mayor en estos días en los que la paz y la fraternidad parecen cada vez más remotas e inasibles, en la medida que se le sitúa como el “ánguelos”, el mensajero de la buena voluntad. Y ésta, hoy lo sabemos, es la disposición a querer lo que queramos siempre y cuando estemos a las resultas de las consecuencias que ello implica.

El odio terrorista está condenado a naufragar, lo mismo que  la pasión del lucro por el lucro mismo. Contra ellos, la figura del Hombre de Nazaret adquiere toda su grandeza humana y toda su plenitud histórica.