Hará
un año cuando, en la Parroquia del Señor del Buen Despacho escuché por primera
vez la expresión “Jesús histórico” de labios del sacerdote que oficiaba la
ceremonia de aniversario para conmemorar los cincuenta años de feliz pareja,
rodeada de familiares y amigos.
Acostumbrados
a escuchar el nombre de Jesús asociado con el hálito de divinidad que lo rodea entre
la cristiandad, pocos de los ahí presentes se
percataron de la forma, poco usual, de exaltar la emblemática figura de quien es, para millones y millones,
el Salvador y el Redentor de la Humanidad, el Deseado de Todas las Gentes.
En
estos días de guardar, el Hombre de Nazaret, su perfil sobrehumano o bien su personalidad
histórica recorren, al igual que después de su muerte, los más recónditos
sitios en los que la fe tiene el poder de hacer milagros; es decir, traer paz y
armonía a los corazones, multiplicar los panes en la mesa de todos, sin
diferencia alguna.
El
Jesús histórico se reviste actualmente de atributos que hicieron de él un paradigma de
bondad, de acato a la dignidad y respeto para elegir el modo de ser y de vivir.
El niño de Belén, después adolescente, hace a un lado usos y costumbres de la
tradicional familia hebrea, y asume la actitud libre e independiente para
expresar: “En los negocios de mi Padre me conviene estar”.
En
su larga estancia con la secta de los esenios, desde los trece años hasta poco
más de los treinta, aprende las técnicas curativas que lo harán célebre entre
los menesterosos y alcanzará el dominio de la retórica persuasiva que dará
credibilidad a su prédica y lo convertirá
en el nuevo Sócrates, sólo con la honda diferencia de que él invocaba una
misión trascendente mientras que el pensador de Atenas había asumido sus
deberes ciudadanos en nombre de un ideal inmanente, específicamente humano.
El
Hombre de Nazaret vuelve en forma idealizada como el que puede suscitar una
revolución pacífica en pro de la tolerancia, en favor del culto de la libertad
de creencias por encima de prejuicios, dogmatismos y fanatismos como aquellos
que, a la fecha, andan sueltos por todos
los rumbos del planeta: desde el Medio Oriente hasta los confines de Europa, y
desde ahí a los escenarios, otrora en armonía, de Norteamérica y de todo el Continente.
El
Hijo del Hombre pasa de la leyenda a su condición histórica, al de un Jesús de
carne y hueso, protagonista en la divulgación de nuevas creencias, metas y
objetivos, propicios para realizar el nuevo concepto de adorar, de creer, de
vivir y de morir en forma por demás responsable: dar la vida en aras de un
ideal, sacrificar la propia existencia sin otra pretensión que la de enseñar
que la autonomía en el pensar y en el actuar implica hacerlo con responsabilidad
y sin esperar el aplauso fácil.
Humano,
demasiado humano, con la expresión de Friedrich Nietzsche, el Jesús histórico,
tiene permanencia mucho mayor en estos días en los que la paz y la fraternidad
parecen cada vez más remotas e inasibles, en la medida que se le sitúa como el
“ánguelos”, el mensajero de la buena voluntad. Y ésta, hoy lo sabemos, es la
disposición a querer lo que queramos siempre y cuando estemos a las resultas de
las consecuencias que ello implica.
El
odio terrorista está condenado a naufragar, lo mismo que la pasión del lucro por el lucro mismo. Contra
ellos, la figura del Hombre de Nazaret adquiere toda su grandeza humana y toda
su plenitud histórica.