A
pocos días de los comicios en Estados Unidos, hay luces y sombras en torno a su
desenlace. Se extienden unas y otras a toda la sociedad internacional.
Las
victorias de Barack Obama frente a sus rivales republicanos en 2008 y en 2012
hicieron albergar grandes esperanzas acerca de la continuidad del poder en
manos del partido de los Lincoln y los Kennedy.
Se olvidó que en
Estados Unidos la alternancia política es mucho más que una ficción retórica. Y,
junto con ello, se vio como protocolo el que la competencia entre mayorías y
minorías es factor determinante de la democracia participativa.
Todo
puede ocurrir, ciertamente, en el seno de una democracia; es decir, en el
corazón de una organización en la cual los mecanismos de control son instancias
ejercidas con el visto bueno y la voluntad de los ciudadanos.
Todo
puede ocurrir, inclusive, que la sociedad resuelva hacer nuevos caminos al
andar. Hasta cavar su misma tumba, por decisión propia.
Lo
que vimos hace unos cuantos días, desde fuera, ha sido calificado como hecho
insólito, imprevisto e inesperado.
Pero
en modo alguno podría ser valorado, objetivamente, como fruto de un retroceso
hacia etapas en donde prive la inmadurez o la improvisación.
Los
estadounidenses ejercieron su derecho político, de manera democrática,
promoviendo, con ese efecto, al conservador Donald Trump. Lo llevaron a cabo, libre
y soberanamente, haciendo valer el principio de la libre determinación.
Resolvieron, mayoritariamente, dar el triunfo a quien consideraron “el mejor” para conducir a la nación a través
de las tormentas y los torbellinos que se dejan sentir, dentro y fuera de sus
fronteras, en lo económico, lo social y lo político.
En
forma democrática, con arreglo a sus normas de convivencia, resolvieron dar la
estafeta al ala conservadora en la cual se aloja el capitalismo: los capitanes
del poder económico, los inversionistas de ultramar, líderes en negocios
bursátiles, por encima de todo.
Más
que nada, los votos que encumbraron a la derecha republicana no fueron para
impugnar los avances sociales alcanzados por la administración de los
demócratas. Se emitieron con el propósito de dar prioridad a los valores de la
clase media norteamericana, para enaltecer los objetivos de los dueños de
empresa, fortalecer las metas que ondean los dueños de los dineros y enarbolan
por medio de negocios productivos, asimismo, en el exterior.
Se
cuestiona, y de manera violenta, el desdén hacia los migrantes por parte de la
dirigencia y en voz de su candidato que dio a la palabra, al discurso de
campaña, la función de confundir a los votantes.
Se
critica, con acentuado estilo polémico (aun iconoclasta) la elección por haber
recaído en quien encarna proclamas contra la mujer, los extranjeros
indeseables, el igualitarismo en sus vertientes que desembocan en el racismo y
el elitismo.
Sin
pretender justificar lo injustificable habría que reconocer en el resultado de
la reciente elección dos circunstancias, a nuestro modo de ver, determinantes
en uno y otro sentido:
a) la astucia política del conservador Trump en el
manejo de la retórica, argumentando, con lujo de presunción realista, lo que en
el fondo puede ser metáfora y recurso persuasivo para motivar la cómoda
confiabilidad, y
b)
inhibir a los
votantes que hubiesen dado el triunfo a su opositora para ejercer su legítima
ofensiva electoral, infundiéndoles temor y hasta miedo, con verdades a medias y
mentiras propagandísticas.
Lo
cierto es que, ante el cúmulo de confusiones y el sinfín de expresiones de
malestar y disgusto, que en toda democracia los mejores no son los que así
aparecen, o lo aparentan. Corresponde a los ciudadanos, en definitiva, hacer a
los mejores a imagen y semejanza suya. No al contrario.