A decir verdad,
el llamado “Sueño Americano” fue eso, un sueño; en modo alguno tangible
realidad. Sobre todo para los inmigrantes de aquí y de allá.
Lo idearon los
pioneros, fundadores de las colonias estadounidenses.
Los
padres fundadores de la que sería la gran nación, hoy poderoso Imperio,
realizaron la hazaña de dar a la palabra su correspondiente cuño conceptual.
Por
extensión, se incurrió en asignar a la proclama un sentido filantrópico con
alcance universal, ecuménico.
Ellos,
los pioneros, actuaron como abanderados de los ideales de tolerancia,
igualitarismo, libertad de creencias. Fraguaron los cimientos de aquella gran
nación, en cuyo suelo cultivaron la planta que Lutero, en su momento, había
sembrado con el centenar de premisas, proyecto que daría rumbo a la convivencia
de creencias en paz y armonía para todos.
Cambian los
tiempos, y con ello los usos y las costumbres.
La
expresión “Sueño Americano” fue convertida en “slogan” de dictadores, políticos entreguistas y
traficantes de la dignidad humana. Copartícipes de vanas ilusiones,
contribuyeron a la inducida diáspora a fin de sacudirse a los menesterosos,
desempleados y ávidos de alimentos y mejores horizontes, motivándolos a dejar
su patria y a sus familias en pos de ilusiones engañosas, pero con objetivos de
abandono y exterminio.
Sin embargo, la
proclama llega a su final.
El
mal entendido sueño para todos los desvalidos de hoy, se disipa y asoma su
verdadero rostro: coloca en el drástico realismo a quienes creyeron y esperaron
un sinfín de oportunidades para ellos y sus descendientes.
Se
hacen sentir los efectos del racismo, de la desigualdad, de los derechos del
más fuerte en detrimento de los débiles en total desamparo.
Los
indocumentados de hoy son los obreros y trabajadores esclavizados de la
naciente Unión, en tiempos de Lincoln.
Los
grupos de color, no blancos y tampoco de ojos azueles, son los marginados de
los tiempos anteriores a Luther King.
Y qué decir de los
mexicanos indocumentados (y aún legalizados), apátridas en sus tierra y
extranjeros e indeseables en los discursos de Donald Trump, el mandatario
electo.
Vecinos
en la geografía, somos no obstante, al decir del brasileño Alan Riding,
“vecinos distantes”, con el título del libro que Carlos Fuentes calificó, no
sin genial atisbo, que “Será un libro clásico sobre México durante mucho
tiempo”.
Lejos
de Dios y…tan cerca de Estados Unidos, la gran oportunidad, envidiable
circunstancia, para unos, para otros sin embargo gravosa situación, indecible
tragedia y factor corrosivo de nuestro porvenir.
Los
extremos, aquí, asimismo son desaconsejables en cuanto a una conclusión
definitiva.
Depende,
y en mucho dependerá, de nosotros el que la vecindad deje de ser, necesariamente,
el origen de todos nuestros males sociales y culturales.
Para
empezar, somos titulares de nuestro propio derrotero como personas y como población.
Enseguida, tenemos la corresponsabilidad de asistir, orientando y apoyando a
nuestros connacionales en desventura, hoy y siempre.
El
entreguismo, la imprevisión y el cinismo de algunas de nuestras autoridades,
junto con la vituperable corrupción y el latrocinio, no son asuntos que debamos
atribuir, cómodamente, a la astucia o a la voracidad de los vecinos del Norte.
Es
hora de asumir el deber ser en aquello que nos atañe como país soberano y el
momento para difundir la información documental conducente entre quienes viven
allende nuestra frontera y sufren por las consecuencias de nuestras
aberraciones y olvidos.
No
está por demás, ciertamente, la puesta en marcha del plan de acciones ante las
amenazas propaladas sobre posibles
deportaciones masivas.
Habrá
que hacer mucho más desde acá: dar efectividad a los controles constitucionales
y contener el tsunami de robos auspiciados por usurpadores del poder y, sin lugar a duda, por el crimen organizado.