Sigue motivando
fricciones, malestar y encono entre estadounidenses y mexicanos, la visita a
México del candidato del Partido Republicano.
Al paso de los días, el encuentro
se exhibe como si se tratara de una verdadera calamidad; un suceso inaudito en
favor de ambos protagonistas, según los más optimistas.
En el fondo, los
partidarios del aspirante presidencial llevan agua a su molino, convirtiendo lo
que tiene sólo un significado protocolario, un sentido ocasional sin mayores consecuencias.
Por otra parte, los detractores
del titular del Ejecutivo federal, Enrique Peña Nieto, utilizan el cónclave
como si se tratara de un desliz y hasta de una grave ofensa, imperdonables por
parte de los ciudadanos.
No faltan,
inclusive, quienes henchidos de fervor
patriótico, estarían dispuestos a organizar movilizaciones para lavar la supuesta
deshonra inferida a México y sus pobladores. Más aún: estarían dispuestos a
efectuar acciones tendentes a retirarle la investidura presidencial al
Mandatario.
Consideramos que no
llegarán las cosas a tales extremos. No hay razón alguna para ello. Pensamos
más bien que todo volverá a sus causas normales.
Es decir, que por
bien de su campaña presidencial Trump no se auto engañe, creyendo que la
invitación del Presidente mexicano es augurio de su victoria y signo de
prematuro y absurdo reconocimiento. Asimismo, que Hillary Clinton no caiga en
el error de proclamar que todo fue un artilugio para hacer caer en la trampa a
Donald Trump, poniéndolo como el héroe epónimo de un día para, después, publicitarlo
en toda su magra realidad.
Bien haríamos en
vista del interés nuestro hacer una clara y nítida distinción entre el político
y el estadista, entre el hombre de acción y el personaje que tutela los
valores, principios y derechos de sus gobernados, sin otra mira que el
bienestar y la convivencia de todos.
Mientras el
político va en pos del poder y el ejercicio de éste en beneficio de la clase de
la cual proviene, el hombre de Estado pugna por la legalidad; no por la
anarquía y los objetivos particulares.
El estadista
promueve y estimula acciones que fortalezcan su gobierno como un mandato de
puertas abiertas, sin controles aduanales de orden obstruccionista. El político
militante con miras unidimensionales, en cambio, propone planes y programas que
van desde limitar e impedir las
corrientes migratorias hasta obstaculizar el flujo de técnicas, conocimientos y
obras de contenido científico.
En su confrontación
filosófica entre democracia y autocracia, nuestro excelso y generoso maestro,
don Guillermo Héctor Rodríguez, dejó escrito hace 35 años en un revelador
escrito que la democracia “tiende al cosmopolitismo, al mercado común, sin
cortinas de hierro ni de bambú”, en
tanto la autocracia “sostiene el nacionalismo exclusivista e imperialista tras
cortinas de de hierro colado o de bambú”.
Además, mientras la primera
conducida por hombres de Estado, “es baluarte de la soberanía nacional ante las
compañías transnacionales”, la segunda, la autocracia en manos de políticos
corruptos, “realiza negocios
secretos y dañinos a la Nación con las transnacionales” .
No hay, así,
término medio entre la antítesis cuyos extremos se refieren al dirigente que
proclama el ideal de justicia absolutista excluyente, propio de comunidades
totalitarias y por tanto cerradas a través de murallas inexpugnables, y el estadista
que hace de la solidaridad el vínculo que une etnias y culturas del más remoto
origen; que estimula el intercambio de mercancías lo mismo que la circulación
de las ideas y fortalece el ideal más humano de la paz por medio del derecho y
el cosmopolitismo.
La visita de Donald Trump da
espacios para la reflexión. Da ocasión para repensar nuestra circunstancia y
saber encontrarnos con nosotros mismos.