Desde
los tiempos de Solón, el ateniense fundador de la democracia griega hasta
nuestros días, el eco de la corrupción se enlaza con la tiranía, al igual que la
participación ciudadana se corresponde, en la letra y en los hechos, con el
gobierno del pueblo y para el pueblo.
Favorece
el monopolio del poder al predominio de la hegemonía que ejercen los poderosos
y viceversa.
Entretanto
la injerencia de la clase obrera y de grupos clase medieros en la
administración de bienes y haberes públicos, limita a los prepotentes de origen
dinástico y a los titulares de linajes ostentosos.
Malamente
entendido, perversamente interpretado, el concepto de fuero ha dado pábulo a la
desmesurada corrupción que abruma a la sociedad mexicana, convirtiéndola en
víctima de acciones públicas que se imbrican y asocian con el crimen
organizado.
“Durante
algún tiempo también se denominó fuero a la inmunidad que tienen los
funcionarios con responsabilidad política, para no ser sometidos a proceso
penal sin la autorización de la Cámara de Diputados”, escribe José Ovalle en su
prestigiada obra “Garantías constitucionales del proceso” (McGraw-Hill, 1996).
“Afortunadamente,
subraya, este uso inapropiado de la palabra fuero ha sido superado”.
Pero aún hoy en
día el término suscita resquemores.
El vocablo
desafuero es publicitado como si fuese una coraza o blindaje que ampara a
delincuentes en el poder, dándoles impunidad frente al imperio que ejerce la
ley sobre los débiles que integran la clase de los no pudientes.
El
flagelo de la impunidad adquiere, así pues, mucha mayor drasticidad cuando
invoca al fuero en su carácter de inviolable y como protector de intocabilidad
y de privilegio a toda costa.
Un
revés implacable contra la corrupción en su modalidad de latrocinio y manejo
ilícito de los haberes de la Nación, es el desafuero entendido como si fuese un
logro inusitado de la reforma actual, proclamada en forma de antídoto frente a toda
prevaricación,
Arma política,
la esgrimen en ese sentido los partidos de derecha, de izquierda y del impávido
centro.
De nuevo cuño,
el desafuero pasa por ser la espada flamígera de Damocles.
Cabezas
nimbadas por el poder efímero podrán rodar en el caso de que la guerra a la corrupción en todas sus
manifestaciones se declarara tras la individualización de la ley punitiva.
De
la reciente obra de Pedro Olalla “Grecia en el Aire” (Acantilado, 2015)
transcribimos: “Aquí (en Atenas) ejercían sus funciones los seis arcontes encargados de no sólo de organizar
las pruebas de aptitud a las que habría
de someterse todo aquel al que la suerte o los votos designaran para un cargo, sino también de algo
aún más trascendente: la incoación de procesos para destituir de dichos cargos a quienes la
Asamblea considerando su conducta estimara prudente apartar del poder y
retirar su confianza.”
Inclusive,
añade, Olalla: “… ya fuera un simple funcionario, alguien que promoviera una ley en beneficio propio o
un general reputado en el campo de batalla”.
Vieja
y nueva democracia perviven en una tarea común, interminable, haciendo palpitar
antiguas instituciones en los nuevos órganos de poder.
Pero,
¿quién controlará a los contralores?, cabría interrogar con Bobbio.
Una
democracia todo velámenes y ayuna de anclas puede ser todo lo que se quiera,
menos una organización en la cual los ciudadanos puedan contribuir, así sea en
forma indirecta, en el buen curso de las instituciones.
Sobre el
particular cabe sugerir la lectura o la relectura de “El control del Poder”, libro
del jurista Diego Valadés, publicado por la UNAM en 1998.