Alto es el precio a fin de preservar, fortalecer y
acreditar los avances de la democracia. Implica sacrificios: dolor, lágrimas y
aún el tener que sellar con la propia vida la defensa de los más nobles
ideales.
En este sentido, se concibe el anarquismo como un
impulso viril, impetuoso, a fin de romper y poner término a un determinado
estado de cosas. Hay, no obstante, formas de ejercerlo y llevarlo a la
práctica. Así, existe el intento de derruirlo todo, sin una finalidad ulterior
y mucho menos sin contar con los recursos necesarios para reconstruir lo
derruido.
En contraste, hay el anarquismo creador el cual
consiste en la determinación de sustituir modelos de inequidad, injusticia y
opresión, precedidos por un propósito deliberado de cambar el orden establecido
por las vías al alcance, llevando al efecto los medios para lograrlo en el
corto y mediano plazo, de ser posible. Lleva éste consigo la resolución de estar
a las resultas de la legalidad vigente, por encima de las más crueles afrentas
y adversidades.
Al primero bien puede llamarse anarquismo repetidor,
envuelto en los velos de la retórica que alucina con proclamas que van desde la
estridencia hasta el grito que pide el triunfo definitivo de los pobres, la
supresión de las clases privilegiadas hasta la desaparición, como por arte de
magia, del Estado y el Derecho. Todo, en sus propios términos. Es repetidor
por el uso de lemas y propuestas
ideológicas, que por cierto no se desgastan al paso de los tiempos; por el
reclamo de garantías como el derecho a la rebelión. Y en particular, por la
exigencia de tolerancia y de impunidad, a toda costa. A cualquier precio.
Al segundo, habría que llamar anarquismo creador por
razón de que destruye para construir; derriba y coloca bases y cimientos más
consistentes. Si bien invoca y echa mano del derecho a la inconformidad; es
decir, si recurre a la garantía de la protesta y actúa para cambiar el orden
preestablecido, lo hace en uso pleno y legítimo de las libertades cuyo sustento
es el de la responsabilidad. Es decir, la de estar a las resultas de la ley y
de sus imperativos o resoluciones. Sin querer esquivarla o soslayarla.
Nos ha tocado últimamente padecer y soportar los
embates del anarquismo repetidor: el que destruye sin afanes de reedificar.
Aquel que se escuda en la “masa”
violenta del anonimato: el que provoca con intenciones aviesas de hacer que la
fuerza de la ley se convierta en la ley de la fuerza; el anarquismo violento
que ha repetido las mismas consignas por los siglos de los siglos, sin que haga
conmover novedosamente en un ápice los fundamentos de la sociedad. En fin, el
anarquismo que lleva consigo el arma suicida sin saber qué hacer con ella.
Asimismo, atestiguamos el asomo de un anarquismo
creador, de un anarquismo instaurador de vías alternas a fin de lograr la
equidad, la justicia social, los beneficios del bienestar, por la vía de la
institución, de la realización del principio del Estado de derecho: la
constitucionalidad de la legislación y la legalidad de su ejecución. Se trata
del asomo, por el método de las reformas constitucionales, con todo y titubeos,
insuficiencias, y suspicacias, de restablecer la convivencia en paz y armonía.
Y cabe valorarlo como anarquismo creador en la medida que se ejerce como un
diálogo entre mayoría y minoría, como una controversia por parte de la
representación de legisladores populares. Y responde al calificativo en tanto
que modifica anquilosadas estructuras, en lo educativo para enseñar a crear
nuevas formas de acceder a los conocimientos, comprender la justicia y gozar el
arte.