Casi octogenario, hispánico,
perteneciente a la orden de los jesuitas, la nominación del nuevo papa ha
motivado más conjeturas que el ascenso de su antecesor, BenedictoXVI ,y acaso
tantas como las que rodearon a los príncipes eclesiásticos de quienes se
ocupa E. R. Chamberlin en “Los papas malos” (Orbis, 1986)
La globalidad, en efecto,
pasa por el Vaticano. En cuanto a su origen hispánico, cabe mencionar que el
siglo XXI está siendo propicio para erradicar todo síndrome racial y aún de lo
patriarcal. Esto refrenda el carácter ecuménico, cosmopolita, de la Iglesia.
En cuanto a su identificación
con los jesuitas, da lugar a consideraciones que van desde ubicarlo como un
papa izquierdizante o modernizador, aunque mesurado y discreto.
Otras observaciones tienen
que ver con el desempeño del pontífice a la luz de acontecimientos políticos
drásticos en su natal Argentina, lo que hace evocar el papel de la Iglesia en
similares sucesos dramáticos de trascendencia universal:el Holocausto judío
hace más de seis décadas. Acerca de estas imbricaciones entre religión y
política, apenas si cabría referir que, con todos los rituales del caso, la
secrecía que envuelve la nominación del sucesor del apóstol Pedro, y la cauda
de honras con que se celebra la transmisión de la autoridad papal, lo cierto es
que se trata de un suceso eminentemente humano. No escapa el trasfondo religioso,
inmerso en un mar de creencias, dogmas y actos de fe que le otorgan su
dimensión propia.
Un hecho de singular
relevancia es, sin duda, la sucesión del máximo jefe de una comunidad
religiosa, cuyos seguidores se cuentan por millones en el planeta. Bastaría
pasar la mirada sobre las eruditas páginas de “La historia de los papas” de
Leopold von Ranke (FCE, 1943) para darse cuenta de la urdimbre de sucesos,
incidencias y repercusiones de que se rodea aquel capítulo de la historia, imposible por otra parte de segregarlo de lo
esencialmente humano, pues se incurre
así en una interpretación frívola de la manida expresión en el sentido de que
la religión es el opio de los pueblos.
Otro ángulo del tema es la
traída y llevada opinión de que en el pontífice romano se encarna, por efluvio
sagrado, la representación divina que, en su momento cronológico, se depositó
en el apóstol Pedro. El hacer profesión de fe en la susodicha convicción
conlleva a no pocos equívocos por el afán de querer justificar las flaquezas o
desviaciones propias del ser humano. Precisamente el “errar es propio de
humanos” corona, con suprema sabiduría,
la interpretación del acaecer histórico con todo y sus turbulencias,
aciertos y desaciertos.
Por lo que se refiere a si
Francisco I podría ser el papa renovador que la Iglesia espera, si actuará
hacia la izquierda o a la derecha, es pertinente recordar que dado su origen y
perfil, y por su naturaleza intrínseca, al titular del Vaticano malamente
podría clasificársele como de un extremo o del otro (derecha-izquierda), pues
su sino y destino es el de preservar,
sostener, afianzar y refrendar el cuerpo de doctrinas o sistema de dogmas,
ponderados válidos de una vez y para siempre.Vanamente, entonces, podría
intentar encasillarse al llamado “Santo Padre” en un esquema pendular que va al
lado de las manecillas del reloj o en su defecto, va en contraflujo, como si se
tratase de un dirigente o líder partidista. O bien como si su función fuese la
de un hombre de Estadolaico, de Oriente o de Occidente.
Viene a la mente, al
respecto, el ensayo de Zaehner “El
instinto religioso” donde expone las raíces comunes que atañen a toda
propensión ideológica (religiosidad y política), lo cual motivaría, sin
embargo, el fallido intento de valorar con las categorías
de la fe los sucesos cotidianos de la convivencia social. Y viceversa.