Murió a los 89 años, cargado
de gloria, en plenitud espiritual con el
corazón ahíto de bonhomía, precedido de amor y comprensión, el maestro,
académico, poeta y traductor, Rubén Bonifaz Nuño. Veracruzano ilustre, mexicano
ecuménico y señero universitario, las palabras faltan para rendirle un último
adiós.
Su nombre se enlaza al de
otros coterráneos suyos: a los Rébsamen, a los Díaz Mirón, a los Héctor
Rodríguez. Con él evocamos figuras ingentes que llenan páginas de pundonor,
lucidez y talento. Quien tuvo ocasión de tratarlo de cerca, jamás podría
olvidar su voz sin afectaciones, la sonrisa fácil y comunicativa.
Vivió en la Universidad y para la UNAM. Convivió
gozosamente con sus colegas: investigadores y docentes; con sus numerosos
seguidores y alumnos. Dio comedida
atención a los empleados administrativos que le asistían en el quehacer cotidiano
dentro de la que fue su casa-hogar, a la
que tanto amó y cuya comunidad jamás lo olvidará.
Tuve el privilegio de
conocerlo allá por la década de los sesenta y de recibir el beneficio de su bondad; lo
entrevisté en su despacho de la
Torre de Humanidades, estreché su mano en los corredores de
Filosofía y Letras, asimismo, solía darle el saludo cordial en los espacios por
donde iba y venía de, y hacia,
Publicaciones en el campus de CU.
Indefectiblemente lo asocio
con la figura de dos maestros míos: Rafael Moreno y Bernabé Navarro, sin
olvidar por supuesto el afecto y la consideración que siempre profesé a Guillermo Héctor Rodríguez. Oriundos de la tierra del café, el humanista
y el filósofo, él, de la tibia, sensual y bella Córdoba; mi maestro Héctor
Rodríguez del ancestral Coatepec, sitio pletórico de verdor, cubierto en las
calladas noches por un cielo acogedor tachonado
de astros.
Por intermedio suyo y de mi
benefactor, el maestro Moreno, obtuve mi primera ocupación: fui por ellos
recomendado al doctor Efrén C. del Pozo, secretario general de la Unión de Universidades de
América Latina (UDUAL) para coordinar la revista del susodicho órgano filial de
la Asociación
Internacional de Universidades. Rafael Moreno habría de
apadrinarme en mi ingreso de profesor a la Preparatoria. Y
con ambos, con su desprendido cobijo, cursamos a finales del 68 un curso piloto
de griego clásico impartido por la inolvidable maestra, la doctora Margarita Julieta
Tapia.
En horas difíciles para el
autor de esta dolorida y mal expresada evocación, acudí al doctor Bonifaz en su
cubículo de Humanidades tras haber
recibido el veto para obtener una beca en Investigaciones Filosóficas.
Cordialmente, como solía hacerlo con quienes se acercaban a su lado, me hizo
ver, en forma por demás convicente, que los caminos de la vida se hacen con
dificultad, tenacidad, independencia y entrega sin límites. “Hasta llegado el
medio día, me dijo, atiendo los deberes administrativos para, enseguida,
dedicarme a mi tarea cotidiana de investigar, proseguir los proyectos
académicos encaminados a la publicación de mis escritos.” Dirigió entonces su
mirada al estante repleto de sus obras impresas: ensayos y traducciones.
Su legado está ahí, al
alcance de estudiosos, aprendices en el saber, así como de alumnos diligentes, motivados por su enseñanza iluminadora. Latinos y
griegos fueron la pasión intelectual de su existencia. Enseñó con el ejemplo, mostró
que el fin del trabajo intelectual es el de compartir los frutos a los demás. En esto y en muchas otras aristas
de su vida, fue maestro desprendido y virtuoso. Dio lo mejor, lo óptimo, de sí
mismo sin la búsqueda insaciable, muchas veces pírrica, de la recompensa o del
desdén.
En forma similar al poeta de la Hélade , Homero, vivió sus
últimos años el maestro Bonifaz, sin la luz de sus ojos. Pero los destellos de
su alma buena, emanan desde adentro, en
forma permanente.