“Lutero fue el último de los grandes monjes
medievales”, escribió Veit Valentin en su Historia de Alemania (Editorial
Sudamericana, 1947). Podríamos decir que fue pionero de la “Revolución Copernicana”
en el campo de la filosofía, específicamente en la Ética, inaugurada por su ilustre coterráneo:
Emmanuel Kant. Su nombre, pensamiento y vida han vuelto, trasponiendo fronteras
en el tiempo y la geografía.
La renuncia del Papa Benedicto
XVI nos hace volver a la época en que vivió y actuó el llamado “Profeta de la Reforma ”, a la época de
transición que marcó los inicios de la separación entre Iglesia y Estado. Y, en
particular, al capítulo aún sin concluir de la libertad de creencias, de culto
y de tolerancia como fundamento de la moralidad originada en la responsabilidad
y la libertad.
Razones no faltan para aludir
a un paralelismo que, a no pocos, daría ocasión para afirmar que la historia se
repite o bien para invocar la ley del eterno retorno, incluyendo la conjetura
relativa a un supuesto destino manifiesto.
Ciertamente, Benedicto XVI
ingresa a la historia de la
Iglesia , por cierto en una
encrucijada histórica similar a pesar de que Lutero enfrentó a la oposición
imperante en condiciones por demás adversas. Mientras el gran monje medieval
tuvo que vérselas envuelto en la soledad del vacío y el desdén de sus
correligionarios, Benedicto XVI tiene tras de sí toda una corriente de ideas
religiosas a su favor.
Deja el trono papal después
de haber contribuido a borrar del mapa sacramental la visión terrorífica del
purgatorio como lugar establecido para expiar las penas y el castigo eterno de los
transgresores.
Lutero, en cambio, asumió el
crucial debate contra las bulas de indulgencia en los umbrales mismos de la Inquisición y frente a
las más violentas amenazas de la intolerancia.
No obstante, hay un sutil
hilo de continuidad que hacen de ambos, de Martín Lutero y el papa Benedicto
XVI, coartífices de la libertad de conciencia; paladines desde sus propias
perspectivas y de su personal interpretación del dogma, promotores de la fe
religiosa y de la creencia según los renovados cánones y principios deducidos
de la razón, la voluntad y el sentimiento, fuentes insoslayables de renovación psíquica y origen
de todo lo humano.
Monje medieval y Papa moderno
despiertan, cada quien desde su momento histórico, del sueño dogmático que hacía ver al purgatorio
como sitio en donde las penas eran perdonadas por la Iglesia , y sólo a través
de ella. Entrevieron, o vieron con plena claridad, que las indulgencias no se
vinculaban con las “buenas obras”, entendido esto último como la
exteriorización de conductas con el propósito de alcanzar la gracia que
proviene del cielo. El miedo al purgatorio, por parte del creyente, motiva y
conduce a la generosidad y a la dádiva, dando
lugar a un floreciente y apetitivo negocio.
En el pasado, las
indulgencias se convirtieron en un deplorable y repudiable abuso que llevaba al
extremo de que las instancias para tal efecto vendiesen bulas para la salvación
del alma de quienes hubiesen, en vida, perpetrado acciones ilícitas, criminales.
Incluso las había para quienes jamás hubieran acatado el dogma de la confesión.
De lo que hay, a la fecha, son datos relacionados con personas encumbradas en
la política y los negocios, partícipes de la ilusión y el autoengaño por vía de
la compra de redención, respecto de toda acción nefanda, impune a los ojos de
los tribunales y de los organismos encargados de castigar, de manera pública y
ejemplar.
De Martín al papa Benedicto
XVI, repetimos, hay un hilo sutil de continuidad. Pasa por Bacon, Leibniz,
Rousseau, Kant y llega hasta el príncipe de los juristas modernos, Hans Kelsen.
Habría que descubrirlo y ponerlo de manifiesto. Es un tema de nuestro tiempo.