En su discurso de toma de
posesión, a la manera de un moderno Moisés enarbolando el liderazgo que la nación
quiere, Enrique Peña Nieto enunció
decisiones y compromisos. Promete igualdad; erradicar hambre y sed de justicia;
poner fin a la impunidad.
El estadista mexiquense propone
que más allá de las turbulencias, de la servidumbre y la sumisión, el envilecimiento
y la impunidad, hay sobradas esperanzas por las que bien vale la pena vivir.
Parecidamente a como el
profeta de Israel arengó a los liberados del prepotente Egipto, convocó a la
audacia y a la temeridad para ir en pos de lo alcanzable, de lo que se avizora
sólo como posibilidad.
La noche quedó atrás, fue el
trasfondo del mensaje presidencial convertido en eco evocador de un pasado inmediato sobre el que
bien puede reconstruirse la nación justa, próspera, visionaria y creativa que
anhelamos.
Así, como el profeta
legendario a orillas del Nilo y en las playas del insondable océano, sin acentuar
desgracias y peripecias durante los años de esclavitud que sufrieron los
hijos de Abraham, también Peña Nieto describió los contornos de una tierra
promisoria, la “casa común” dijo, en donde la prevención del delito sustituya
la ley del garrote y al arma fratricida, en donde la igualdad haga justicia a
las madres trabajadoras y lo propio se
consiga para jornaleros sin tierras, obreros sin esperanza de retiro y
jubilación; y en donde las aldeas tengan escuelas con maestros de tiempo y
salarios completos y las clínicas en zonas marginadas con población indígena,
víctima de desnutrición y enfermedades crónicas, cuenten con atención
profesional.
En fin, con aire de líder
innovador, propositivo y refundador, dio señal para emprender el viaje de la
liberación en medio de un mar hasta entonces ignoto, desconocido y temible por
la inmensidad y la profundidad de sus aguas, en espera ansiosa de verlo abrirse
en dos para emprender la apasionante travesía.
A la voz recia de los responsables
de custodiar la patria, Salvador
Cienfuegos (Defensa) y Vidal F. Soberón
(Marina), anticipó la suya, voz de la nueva gobernabilidad democrática que
refrenda validez y eficacia a los Derechos Humanos, sin merma de la
individualización pronta y expedita de la normatividad penal (si es A debe ser
B). Se comprometió a restituir justicia a las víctimas del delito y a cumplimentar,
ejecutando, los castigos ejemplares a los victimarios.
Con los titulares de Hacienda
y Educación (Luis Videgaray y Emilio
Chuayffet), el Mandatario hizo partícipe a los mexicanos de su decisión para impedir que haya cada vez más
ricos a expensas de los cada vez más pobres. En consecuencia, anunció una reforma
fiscal, por cierto frustrada en tiempos de Vicente Fox, mediante cuya
obstrucción triunfó el federalismo “de nomine” y se impuso el federalismo
depredador en lo económico, lo social y lo jurídico, dando auge a la generación
emergente de acaudalados. Asimismo, se comprometió a plantear la reforma
educativa, como en su momento el presidente López Portillo, apoyado por el
Congreso y asistido por el rector Soberón, decretó la reforma constitucional que
ha dado estabilidad, prestigio académico y futuro bonancible a la educación
superior.
Sobre el campo nacional basta
oír denuncias, con estadísticas seguras, como la formulada por el senador
Patricio Martínez García, sustento de la decisión presidencial de revaluar el
ejido y la propiedad privada con opciones productivas, sustentables, a fin de beneficiar
a los más necesitados ante la amenaza real de endemias y epidemias, devastadoras
como el desempleo y el hambre.
A los mexicanos postrados hoy
en brumadora inseguridad, el moderno Moisés llama a cruzar el mar, ir por el
ardiente desierto para llegar al venturoso Jordán y a las laderas de la siempre
radiante ciudad de Belén.