Por encima de las amenazas
bélicas en Oriente Medio, de las masacres en el vecino país, de las
provocaciones aquí y allá en nuestra maltrecha geografía política, la estrella
de Belén alumbra con la misma intensidad
que en el pasado.
En estos días, desde Israel
el ícono del Nazareno convoca a la comprensión y el entendimiento más allá de
las rencillas inveteradas y de nuevo cuño.
Hebreos y palestinos, judíos
y árabes, dirimen su controversia histórica con apoyo en las armas. En vez de la razón y la buena voluntad,
expresan por medio de bombas y fusiles lo que consideran fundamento legítimo de
sus acciones.
Con todo, el símbolo se impone sobre los
barruntos de violencia y su luz se expande e
invade más allá del odio, el rencor y el afán de venganza.
Brilla, por tanto, la estrella
de la paz en la mayor parte del firmamento que
forma parte del hábitat humano.
La paz por medio del Derecho,
a través de las palabras de la Ley es, por hoy, la hoguera inapagable que se
sobrepone a la oscuridad, al terror y a la confusión tras las tinieblas.
No es, en efecto, la paz de
los sepulcros.
Tampoco, mucho menos, es la
paz por medio de la fuerza, por la imposición del más fuerte: la paz por medio
de la intimidación y del terror.
Es, ciertamente, la paz por
medio de la Ley. La paz convertida en norma obligatoria, fundamento de toda
conducta, pues todo acto por el hecho de
ser humano es un acto debido, responsable de consecuencias: medida de lo
humano, del deber inexcusable.
Así, la estrella de la paz no
está por encima de nuestras cabezas. Desde Kant, dimana de la entraña de la
voluntad, de lo íntimo del ser; es decir, de la buena voluntad dentro de los límites de la autonomía.
El símbolo adquiere, de ese
modo, sentido de proyecto: traduce la idea de fin final entendido como deber.
Como
estrella polar, la estrella de la paz ilumina la convivencia a la manera de
antorcha que guía a través del impetuoso océano. O bien, como señal que brilla
intermitentemente en el lóbrego desierto. A pesar de que resulta inasible e
inalcanzable.
En
dicho sentido la estrella de Belén, símbolo permanente en la historia del
cristianismo y de la Humanidad misma, es la estrella fascinante de la paz que
conmueve y motiva para buscarla y procurarla afanosamente como una idea que
regula, a título de ideal y anhelo en pro de una convivencia firme, perfectible
y duradera.
De
Nazareth a Belén y de ahí a Jerusalén, la capital del monoteísmo, el símbolo de
la paz irradia su fulgor milenario. Pero sus límites, alcance y jurisdicción
han rebasado los comprendidos entre el Mar Rojo y el Mar Muerto. Hans Kelsen,
príncipe de los juristas contemporáneos, descendiente de los padres fundadores
de Israel moderno, ha convertido la aspiración de la paz universal en el
propósito esencial de la sociedad internacional, cosmopolita: dotando a su razón
de ser el carácter de artífice de la
convivencia y del entendimiento humanos,
por medio del Derecho.
Volviendo
a nuestro punto de partida, habría que reconocer que la estrella de la paz
permanece como luz que ilumina a pesar de los altibajos que rodean a
comunidades enteras en diversas regiones del planeta. O, en el mejor de los
sentidos, perdura por ello mismo. Acosos y provocaciones no faltan, tampoco
menudearán. La guerra de guerrillas y el terrorismo acechan con el objeto de
preponderar sobre los menos indefensos. El poder de la fuerza y no la fuerza de
la ley, es su impronta y su consigna.
Kelsen,
filósofo de la paz dejó escrito en “Derecho y paz en las relaciones
internacionales”: A pesar de todo, parece que
la idea del Derecho sigue siendo más fuerte que cualquier otra ideología
de poder”.