Por Federico Osorio Altúzar
En “Crónica de un país bárbaro”, Fernando Jordán escribió hace poco más de cincuenta años: “Es en Chihuahua, seis años antes de que termine el siglo XIX, 15 años antes de Madero, donde por primera vez se escucha la maldición rebelde: “´¡Abajo la dictadura!´”. La sublevación de Tomóchic encendería la chispa que el 20 de noviembre se volvió crepitante hoguera revolucionaria. “Poco después, agrega, Pascual Orozco bajaba de la montaña con la antorcha en la mano, para unirla a las otras que corrían por la llanura y el desierto, iluminando la humana esperanza de libertad y de justicia”.
Haciendo gala de una memoria histórica, desdeñada una y otra vez por la dirigencia del otrora partido hegemónico en el poder, el CEN priísta lanzó su proclama desde la capital del Estado fuerte para reconquistar la Presidencia de la República, enarbolando la bandera que dio origen y sentido a las siglas partidistas en la cuna de la Revolución, ahí en donde el heroísmo de un puñado de mujeres, hombres, niños y ancianos ofrendaron sus vidas en el primer holocausto que registra la historia nacional contra la férrea tiranía de Díaz y sus epígonos locales.
La vieja Revolución fue evocada en nombre de la nueva Revolución en silenciosa y terca marcha. El viejo PRI dio indicios de moverse y despertar de su letargo ante el escenario de una dictadura en pleno ascenso y consolidación. A poco más de cien años de la matanza de Tomóchic, de la gesta olvidada y de la provocación de la oligarquía criolla, la Revolución que México invoca y reclama no es ya la de los cañones y la pólvora, la de la lucha fratricida, la de los secuestros y los crímenes en serie, sino la revolución de las instituciones, la revolución educativa, la revolución en los foros legislativos y en el seno de las industrias productivas en el esquema de un desarrollo integral.
La epopeya de Tomóchic nos ha hecho recordar que la oligarquía está en pie de lucha para imponer, a como haya lugar, y con todos los recursos de la guerra exterminadora, su férrea ley propia de la oligarquía sin frenos ni barreras. Y algo hace indicar que, por fin, el Partido que un día hizo legítima defensa de los campesinos, las organizaciones sindicales, abrió carreteras y alentó el crecimiento de las universidades públicas, da señales de volver por sus fueros, de retomar las armas de la legalidad para asumir un liderazgo dilapidado por quienes, desde hace poco más de dos décadas, se dedicaron al despojo y a la malversación del ejido, de los ferrocarriles, la minería y los parajes turísticos.
En este panorama de recuperación emergen figuras nuevas, rostros que podrían ingresar a la historia actual, de contar con el arrojo indispensable, la serenidad a toda prueba de tentaciones efímeras, con la finalidad de poner orden en el convulsionado país, víctima de letal anarquía y del cáncer fatal que corroe las entrañas de la institucionalidad, de la legalidad y constitucionalidad. Pues traición a la Patria es pretender violentar las normas supremas y ostentar públicamente, con intolerable cinismo, que no se sigue castigo alguno ante semejante ilícito.
La nueva Revolución se abre paso entre la sinrazón de la fuerza desde las alturas del poder. Y si el nuevo PRI ha comprendido la lección histórica en las páginas de la amarga derrota, México entero, como en su momento los valientes victimados de Tomóchic, podrá tener esperanzas fundadas de salir de las tinieblas que lo aquejan, de las miserias que lo atosigan. El Centenario de la Revolución es más, mucho más, que el fasto cortesano en que se nos ha querido involucrar, por todos los medios, en estos lóbregos días de verdadero acoso y hostigamiento den todos los órdenes de la humana convivencia.