El
Presidente de los Estados Unidos, Donald Trump es, prueba en contrario, el
enemigo principal de la democracia internacional. No ha sido, como podría
suponerse, asunto fácil. Ha tenido que bregar en el Congreso de su país, como
franco disidente. Con todo ha salido victorioso frente a los demócratas y ante
los republicanos mismos. Ni qué pensar de los demócratas que estuvieron y siguen
estando en su contra.
Es
el protector de los grandes inversionistas de la vecina nación, de los poderosos
e insensibles empresarios y líderes conservadores del más grande imperio habido
y por haber.
Nada
cómodo es, a pesar de todo, el desempeñarse como Mandatario racista en un país
en donde han ocupado el solio del poder un
Lincoln y un Obama, contrarios a
la ideología propulsora del derecho del más fuerte. Entendiendo por supremacía
el color de la piel, la ideología del abanderado de la Casa Blanca. Menos,
mucho menos, en la patria de Luther King, calificado prócer del igualitarismo.
O
bien en el solar donde fue Cuna de John F. Kennedy, Presidente y mártir, quien promovió
la alianza americana a fin de socavar la filosofía del más fuerte basada en el
dinero y la utilidad a ultranza. El nombre de Alianza para el Progreso apenas
si es recordado; vive y pervive en el olvido de los mandatarios que no
estuvieron a la medida de una de la más noble de las ambiciones político-económicas.
El muy
conocido por sus siglas, el TLCAN, y el G7, han sido foro para que Donald Trump
propalara su odio hacia todo lo que se parezca a mociones y acuerdos
multilaterales; es decir, a la dimensión política en sentido democrático para
formular acuerdos, hacer arreglos y llegar a conclusiones en las que se valide
la negociación, origen y trasfondo de todo Tratado.
En
Canadá, Trump arremetió contra el Primer Ministro canadiense, llamándolo
“deshonesto” y traidor. Antes, a nuestro
jefe del Ejecutivo, Enrique Peña Nieto, había sido objeto de numerosos
denuestos e improperios por el “delito” de hacer la defensa legítima de los
intereses de los mexicanos.
Se
ve cómo es más fácil destruir que derrumbar, construir y reconstruir que
edificar. En Trump su obsesión es llevar a cabo lo primero. Pero, ¿con qué
propósito?, ¿con qué finalidad?
Diferentes
razones han confluido en la decadencia y ruina de los imperios. Egipto, Atenas,
Persia en el remoto pasado. Alemania, Japón, Inglaterra han conocido la supremacía
internacional y también el derrumbe de sus ambiciones.
Pero
en ningún caso, la autodestrucción ha sido cáncer agresivo como el que, por
hoy, corroe a la nación-ejemplo de humanidad en muchos sentidos.
País
de inmigrantes, los Estados Unidos no sólo han sido expansionistas, sino
refugio de mujeres y hombres perseguidos por sus creencias religiosas. Es cuna
de igualdad y campeón en la lucha por la discriminación. En su vasto
territorio, sobresale el talento, la capacidad de crear y resolver enigmas en
las ciencias naturales y humanísticas. Ahí están los Einstein, los Peirce, los
Cassirer… Y tantos más.
Católicos
y protestantes, creyentes y no creyentes, hijos de Buda y de Jehová, todos
viven y conviven con arreglo a sus respectivas creencias en el marco de relativa
paz y concordia.
Por
largos años Donald Trump será evocado como el político que nada tiene que hacer
en una casa en donde el igualitarismo, la libertad, son base para creer en lo
que se quiere y querer lo que se piensa y profesa. Esto no es sino señal de
respetabilidad y encomio.