Al
grito de ¡Muera la libertad de expresión!, los inquisidores actuales pretenden
silenciar a la prensa, de una vez por todas.
La
nueva Edad Media que se extiende sobre el planeta comete por enésima ocasión el
mismo error: creer que al destruir físicamente al enemigo podrían liberarse de
este, en definitiva.
Como
un pretendido exterminador de las ideas, de los ideales, acomete la nefasta
misión de someter al fuego o, en su caso, a las balas asesinas a todo aquel que
en legítimo uso de sus derechos hace de la denuncia pública su arma de combate.
El
moderno inquisidor alienta la esperanza de poner término a todos sus acusadores
por medio del terror homicida. Convertido en ejecutor de órdenes superiores a
él, es un esbirro que se oculta en la red de atentados cobardes y lleva a cabo
su degradante obra, valiéndose de la indefensión y la impunidad predominantes
al día de hoy.
Pretender
sepultar la libertad de expresión, no obstante, sería parecido a dar fin a la
humanidad misma. El sentido de humanidad es, a la luz de la evolución de los
derechos del hombre, el que deriva de la libertad responsable en todas sus
facetas.
Por las arterias y
las venas de la sociedad, la libertad circula como si fuese la linfa vital que
hace posible la el entendimiento común. en equidad y tolerancia.
Durante
la inquisición europea, hombres y mujeres como Savonarola y Juana de Arco fueron
objeto del odio iconoclasta imperante. Su vida y muerte es tétrico testimonio
no sólo de la crueldad por parte de sus ejecutores sino de la insania de sus inspiradores,
quienes creyeron que con la desaparición forzada ponían fin a los ideales
supremos de sus torturados.
La
criminalidad organizada de entonces no sólo fracasó de plano al suponer, con
exceso de equivocación, que al perseguir ferozmente a sus opositores y
suprimirlos físicamente ponían fin, asimismo, a los ideales que les causaban
rencor y odio. Jamás supieron que aquellas atrocidades eran como echar fuego a
una inmensa hoguera en las que ellos mismo se consumirían.
La
criminalidad organizada de este rabioso presente procede de manera similar:
muerto el autor de la denuncia, ultimado el relator de los que envenenan a la
sociedad, los portadores de las silenciosas pero fatales enfermedades, se
considera que se ha puesto fin final a todos aquellos cuya actividad es hablar
con las palabras de ley para que el Poder Judicial actúe en consecuencia.
Jaime
Valdez y Miroslava Breach son los mártires recientes de esta escalada de muerte
y violencia, con las que la criminalidad trata de aterrorizar y acallar las
voces que denuncian su atrocidad y terror.
No
se olvida, hoy más que nunca, la enseñanza que deviene con la fuerza propia de
las vivencias y testimonios, inscritos en páginas de la historia universal.
Sin
un Sócrates, sin un Jesús, sin un Erasmo, jamás hubiesen existido ni el
Renacimiento, ni la Ilustración.
Sin
la imprenta como técnica al servicio de la difusión del pensamiento, no
hubiesen circulado en las bibliotecas, los centros superiores del saber y la
cultura popular, las obras de Hume, Rousseau; de Kant, Cohen, Natorp, Kelsen. Y
tantos más.