Toda
vecindad implica problemas. No hay ninguna exenta de dificultades reales o por malentendidos.
Las hay inclusive en donde los protagonistas llegan más allá de lo deseable. De
las palabras se pasa a los hechos y de ahí a la violencia cruenta.
México y los
Estados Unidos son vecinos.
Como
país hemos sido víctimas de la referida vecindad, al grado de haberse visto
mutilado nuestro territorio por motivos jamás justificados. Actualmente vivimos
horas de incertidumbre y de zozobra. Nuestros connacionales allende el
Norte padecen de acoso, redadas y
deportaciones.
La
indignidad hacia las personas, está a la vista. No hay día que pase en que no se
den a conocer sucesos lamentables, abusos oficiales sin término. Al contrario,
los vientos que soplan en la frontera con la poderosa Nación, son de temor y
miedo; hay tragedias familiares sin fin.
Las
manifestaciones contra las políticas anti migratorias se suceden aquí y allá. Lo mismo en la capital de México que
en la de Norteamérica. Pero, nada parece obtenerse como no sea la explosión del
vituperio, los denuestos y el afán de venganza en contra de los autores de los
acosos.
Se
grita que Estados Unidos son los victimarios. País de migrantes, hoy su
flamante mandatario, Donald Trump, los convierte en campeones de la
antiinmigración. El enojo se ha vuelto odio hacia los vecinos del sur; es decir,
hacia todos los que se nos identifica por el color de la piel, por la precaria
condición social y por las penurias económicas que han hecho salir de la patria
de origen.
A
primera vista, México y los mexicanos somos los victimarios. Arrebatamos, en esa
hipótesis, los empleos que pululan allá; seríamos además portadores de
violencia. Y para colmo, propiciamos el crimen organizado, exportamos a los
capos del narcotráfico en franca agresividad a la paz de sus hogares.
Hoy,
el presidente Trump y su gabinete nada dicen del tráfico de armas, del estado
de esclavitud que sufren los trabajadores del campo y de las fábricas, que
laboran en condiciones similares a los tiempos previos a la Revolución
Industrial.
Nada se hace saber
de los años de amargura anteriores a la lucha de Luther King con el fin de
lograr acceso a la educación, como establece una sana política en materia de
Derechos Humanos.
Cada
vez la vecindad, así, se vuelve más lejana y distante. Y lo peor es que nada
indica que es pasible, sino que los síntomas se agravan y las anomalía no
tienen límites inmediatos.
Desde
dentro, aquí, las cosas no marchan como era de esperarse. A grandes pasos, la
situación se ha politizado, valiéndose de una situación adversa de coyuntura
internacional: el precio de los combustibles.
Se
pide, se exige y conmina al jefe del
Poder Ejecutivo, al Presidente de la República, a que tome decisiones que no
están a su alcance. No es Peña Nieto el David que muchos quisieran ante el imponente
Goliat. Carece de la honda legendaria que hizo de David el héroe victorioso en
la desigual contienda.
Por
otra parte, y esto es lo más dramático, no se escuchan voces que hablen de
dirimir civilizadamente los conflictos. No se habla del Derecho como principal
y último recurso, a fin de solventar las diferencias.
Es
mucho decir. Pero nos encontramos como en tiempos anteriores a la Sociedad de
Naciones.
En
su obra “Derecho y Paz en las Relaciones Internacionales”, el príncipe de los
juristas, Hans Kelsen, dejó escrito: “A pesar de todo, parece que la idea del
Derecho sigue siendo más fuerte que cualquier ideología de poder”.
Estamos a esas
resultas.