Estados Unidos es adalid en el
ámbito de la coordinación de los poderes.
Desde sus orígenes
históricos, ha sido muralla ante los desafíos que han pugnado a fin de imponer
la intolerancia, la degradación y la indignidad por medio de las ideologías
religiosas, políticas y de la más diversa índole. Y esto, a pesar de los
enemigos de la igualdad.
Los “cuáqueros”,
pioneros fundadores de la nación norteamericana, fueron migrantes perseguidos y
acosados en sus lugares de origen, víctimas de la intolerancia entonces
dominante.
Por otra parte, crearon
la figura de la Presidencia, a imagen y semejanza de la voluntad de los
ciudadanos. No al revés. Constituyeron, por esa vía, la democracia
participativa, tomando sin duda el legado de los atenienses del siglo de
Pericles.
Su rama legislativa,
cuna de las normas de observancia obligatoria, se asemeja en mucho al Areópago
de los antiguos helenos. Es institución con oídos atentos a las demandas de la
población.
Si bien el poder ahí
no se comparte, no hay invasión de una rama en otra, haciendo posible en la
práctica la coparticipación entre todas; es decir, impera la coordinación y el
equilibrio.
Los jueces son
humanos, ciertamente. Sin embargo, hay reglas que impiden que prospere la
corrupción que conlleva gérmenes destructivos y aun autodestructivos.
La Corte Suprema es el corazón que
hace latir y sostener con vida el complejo organismo que da sustento a la
convivencia en común: en tensa, pero constatable paz y armonía.
Mucho se ha dicho, se dice y se
dirá, que los Estados Unidos son un imperio.
Lo es, en efecto.
Un imperio democrático, visto hacia
dentro, por dentro y desde dentro.
Visto hacia afuera y
desde el exterior, es un imperio como todos los que han hecho historia y son
por ello memorables. Tiene de ellos el impulso hacia el expansionismo, al predominio, a la subyugación. En
particular, en el caso, también hacia la autoprotección frente a influencias
con hábitos considerados perniciosos a su estilo de vivir.
En suma, democrático
es en gran medida dentro de sus confines; autocrático de sus fronteras hacia
más allá, hacia todos los horizontes.
Donald Trump, Presidente de Estados
Unidos, ha tratado de saltar sobre su propia sombra.
Con gesto autoritario
ha intentado derribar los cercos que delimitan las atribuciones y facultades de
los poderes y se empeña en ir en contraflujo de la concurrencia entre poderes,
tildando a los jueces de cómplices de la inseguridad que amenaza a los norteamericanos.
Por lo pronto, ha
recibido las primeras lecciones adversas a su triunfalismo, lo cual sí pone en
situación de riesgo al edificio democrático representado por el juego libre y
responsable de los poderes públicos, uno de los que acaba de asumir por
decisión de sus conciudadanos, el Poder Ejecutivo.
La resolución del
Tribunal para no reactivar la orden ejecutiva antiinmigrante indica hasta qué
punto en el vecino país no puede haber un presidencialismo dictatorial, autoritario,
titular de facultades omnímodas, capaz de violentar el legado histórico que
hace posible que la nación más poderosa del planeta sea, al propio tiempo, un
paradigma como sostén de valores universales, con hombres y mujeres ejemplares
por su rectitud y honestidad.
Como nunca, los
Estados Unidos requieren de la integridad de sus instituciones y de sus ciudadanos
de bien para la conducción de sus destinos. Como pocas veces, pide
implícitamente el apoyo franco y decidido de sus vecinos, en todo aquello que
nos atañe para bien nuestro. Y sin olvidar jamás el pasado, sin dejar de ver el
presente con miras hacia el inmediato porvenir.