Dos
miembros del Partido de Acción Nacional (PAN) adscritos al Congreso neolonés formularon
la propuesta de mutilar o incinerar libros de texto con motivo de la polémica
determinación de la SEP relacionada con la difusión informativa sobre métodos anticonceptivos.
¿Es
tan sólo una de tantas anécdotas desafortunadas como otras que suelen ocurrir?
O bien, ¿es un suceso que amerita tomar muy en cuenta en estas horas sombrías de
anarquismo y de impunidad?
Lo
cierto es que el despropósito de los legisladores locales se inserta en un
clima de incertidumbre, de ostensibles retrocesos en la convivencia nacional y
de posibles tentativas y aun de amenazas tendentes a dar un giro descomunal
hacia el pasado, plagado de resabios de intolerancia y represión, ocultos
detrás de la inseguridad y la violencia organizada.
Hace
poco más de tres cuartos de siglo, en los prolegómenos de la Segunda Guerra
Mundial, se efectuó en Berlín la quema de libros considerados nefastos para la
sociedad germana, por los ideólogos del nazismo.
En
el siglo XVIII, centuria aclamada por haber sido cuna de la Ilustración
europea, el “Diccionario filosófico” de Voltaire fue quemado públicamente y la
misma “Enciclopedia” “fue suspendida en varias ocasiones. Diderot, otro
destacado representante de la corriente ilustrada, fue encarcelado tras la
publicación de uno de sus libros…” (“Voltaire”, Colección Aprender a Pensar,
2015)
Así, lo ocurrido
hace unos días en Nuevo León, no debiera sorprendernos.
Más
bien habría que estar siempre en alerta por lo que la reacción, en sempiterno
acecho, trata y querrá hacer tan pronto se le permita.
Este
hecho nos reafirma en la idea de que la historia no tiene un curso
predeterminado, de carácter rectilíneo y progresivo, sino que describe un rumbo
zigzagueante, con temibles retornos hacia un pasado impredecible.
De citar
ejemplos al respecto, el terrorismo actuante tras el mal llamado “Estado”
islámico serviría como prueba contundente.
En
la primera Ilustración europea, la Ilustración ateniense encabezada en el siglo
V por el liderazgo ciudadano de Pericles, tuvo el dantesco escenario de
hogueras en las que se consumaron obras de hombres críticos, talentosos y
constructivos como fueron Anaxágoras, Demócrito y Protágoras. Y de tantos más,
antes de la hecatombe cultural de Alejandría.
Ciertamente,
la buena simiente perdura por encima de avatares circunstanciales y temerarios
a través de siglos y siglos.
Así
como no han dejado de existir las edades negras, a pesar de su naturaleza
virulenta y plena de acciones dramáticas, también los aires de la tolerancia y
libertad, de las ideas y de la expresión científica, se han impuesto una y otra
vez.
Mutilar,
cercenar, impedir la circulación de conocimientos y experiencias, jamás han
prosperado como testimonios definitivos. El
movimiento liderado por los Sofistas de hace dos milenios y medio en la
Atenas de Pericles, de Fidias, de Heródoto y Tucídides, ha tomado fuerza y
renovado vigor desde el inglés Grote hasta este siglo XXI.
Nombres
como los de Murray, Romelly, Guthrie, Nestle, Marrou, Solana Dueso, o Kerferd,
se vuelven familiares entre estudiosos y lectores en general.
Sofistas como
Gorgias y Protágoras son ponderados como los fundadores de la nueva educación
dentro de la naciente democracia ateniense.
Solón y
Temístocles ya no permanecen abandonados a la soledad de la indiferencia y el
olímpico desdén.
La
tarea, hoy en día, es vincularlos con los Bacon, los Hobbes y los Hume;
hacerlos vivir y revivir al lado de Kant, Cohen, Natorp y Cassirer: de Nietzche
y de Popper.
La
quema de libros no conduce sino a la denuncia de la nueva Escolástica y de las
ideologías absolutistas de izquierda y de derecha.