Por Federico Osorio Altúzar
A medio siglo de distancia,
45 años el próximo 2 de octubre, el 68 permanece latente. Sin embargo, los
sucesos que nos rodean, guardada toda diferencia, nos hacen volver a los aciagos días de aquel
fatídico episodio en el que triunfaron, a la postre, el autoritarismo, la
intolerancia y la temeridad.
En aquel entonces, la
protesta estuvo circunscrita al entorno de nuestra ciudad-capital. La denominación de “nacional” no rebasó los
límites de una aspiración que no llegó a concretarse y quedó en propósito y
deleznable finalidad.
Esta vez, en cambio, la
inconformidad se ha ido extendiendo lenta, pero gradualmente hasta alcanzar,
así sea en forma tentativa, a los confines del norte y sur del país, de manera
cada vez más arrolladora y desafiante.
El origen de la rebelión fue, como su nombra lo
indica, de carácter estudiantil. Se gestó en las dos principales casa de
estudios, la UNAM y el IPN, con saldo cruento que alcanzó incluso a la llamada
sociedad civil.
Hoy en día la disidencia se
ha incubado en el gremio magisterial, en el estrato laboral de quienes tienen
la misión de enseñar y educar. Se ubica en uno de los nervios más sensibles de
la Nación.
En 1968, las
manifestaciones en calles y avenidas llegaron al Zócalo y las inmediaciones del
Politécnico y CU. Ahora cambian de lugar, siguiendo una logística que va de la
motivación gremial a propuestas que aspiran a conmover la conciencia social con
propuestas que involucran asuntos económicos y de seguridad nacional.
Hace 50 años la bandera en
alto significaba denuncia del autoritarismo presidencial. El jefe del Ejecutivo
era denostado en su persona y su
investidura. Lo primero en razón de su impasividad frente a las voces
discordantes en materia de enseñanza; lo segundo, argumentando pertinacia por
parte de sus colaboradores más cercanos, el titular de Gobernación, Luis
Echeverría, a la cabeza.
En este tórrido verano, la
protesta es en contra del titular de Educación, Emilio Chuayffet y sus más
cercanos colaboradores, tildándolos de emisarios de un pasado que no tiene ni
puede ya volver. En segundo término, está el Presidente Peña Nieto, figura
paternalista de la política a la
mexicana.
En suma, coincidencias y
diferencias, similitudes y contraposiciones, el síndrome del 68 aparece a la
vuelta de cada esquina, como demonio capaz de romper el equilibrio político y
contractual en este primer año de gobierno.
Mientras allá la
confrontación tenía lugar al final del régimen, aquí el derecho a la revolución
se invoca en los prolegómenos del nuevo mandato,desde todos los flancos de la
oposición; es decir, en lo administrativo, lo laboral; en lo político nacional e internacional. Y, sobre todo, en
donde más impacto tiene: en la enseñanza, en la educación, y sin descontar en
los ´programas culturales, por lo que se refiere al capítulo de ediciones y
difusión de las ideas.
Ahora bien, si en el 68 el
autoritarismo se impuso como vía
resolutiva, como solución final ante la desbordada inconformidad, en este
violento 2013 prepondera, hasta el día de hoy, la tolerancia, la prudencia
oficial y hasta la pasividad a toda prueba.
Se impone la idea de que,
ante la frenética disidencia, la temeraria actitud y tumultuosa expresión
contestataria, queda la sinrazón como testimonio de que no es la vía del
atropello a derechos de terceros la forma de persuadir, convencer y vencer,
sino por el método de la legalidad, el camino de la legitimidad con base en
reformas legislativas y por medio de la ejecución de éstas a través de
principios constitucionales.