El Día Internacional de la Mujer ha transcurrido
en medio de la más pavorosa ola de quejas, denuncias y protestas por maltrato,
marginación, acoso y saña en su contra.
En todos los continentes, sin faltar
ninguno, las manifestaciones no se hicieron esperar y como si fuese un
despertar unánime emergió la voz acusadora de cada rincón del planeta.
En toda cabecera de la civilización, el
coro de inconformidades se ha dejado escuchar desde la India, los países
árabes; desde Europa, África y no se diga, desde la América nuestra otrora
vejadas sus mujeres por españoles y
otros advenedizos.
La réplica, por siglos y siglos ha sido,
la supremacía y el predominio, ciertamente al margen de la razón y de fundamento
alguno.
En el principio de todo está el hombre,
parecía ser la bandera triunfante a través de épocas tras épocas.
Hoy en día, las cosas se plantean como
diferentes. La mujer y no el hombre debe ser la causa eficiente, el origen de
las virtudes, el principio procreador de la belleza, el amor más que el odio y
el rencor; en fin, estímulo hacia la sabiduría: al conocimiento y el arte.
La mujer, desde Homero hasta Racine,
pasando por los trágicos y el primer autor de comedidas, el griego Aristófanes,
la han ensalzado a pesar de todo.
Helena y Penélope, la Andrómaca y Fedra
de Jean Racine, salieron envueltas en toda su majestad y virtudes, del
sentimiento y la pasión de los autores mencionados, sin olvidar las palabras de
Salomón en Cantar de los Cantares, reunidas
en el capítulo 6 de dicho libro.
En
la historia antigua de Israel brillan con luz propia los nombres de Sara, Noemí
y Ruth, así como los de Esther, migrante en Babilonia.
El
denominador común del coro de inconformidades es el reclamo por la validez y
práctica de los principios éticos y jurídicos que tienden a la justicia en el
sentido de equidad y oportunidad para todos y para todas.
Ayer
fue el sufragio, antes y después la igualdad en el desempeño de las ocupaciones
públicas.
Siempre
y de una vez por todas, el derecho a la convivencia en términos de paridad.
Así,
la exigencia actual: libertad, a la luz y en acato de la responsabilidad. Nada
opuesto a la honestidad, a la fidelidad y a la identidad desde la perspectiva
de la distinción, no en cuanto a contraparidad
hombre y mujer.
De
otra manera, jamás se entenderían los conceptos salomónicos en cuanto a
fidelidad, ese valor fundamental de las relaciones humanas: “Yo soy de mi
amado, y mi amado es mío”. Más que de pertenencia material, se trata de la
identidad de sentimientos, de la fuerza bipolar que va de un lado hacia otro,
que tiene ida y vuelta; en suma, reciprocidad.
No
será necesario llegar a los límites en donde
la mutilación y el suspenso forzado conducen al sometimiento obligado
como en la “Asamblea de las Mujeres”, de Aristófanes. Ahí la negación de un
derecho, el de la convivencia se esgrime como condición para la persuasión
forzada.
La educación, por
encima de cualquier moción o alternativa, es el camino hacia la igualdad, el
respeto. No, claro está, a la identidad, pues sería como caer en lo radicalmente
opuesto y finiquitado.