De nueva cuenta el
Medio Oriente está dando sobre qué hablar.
Y lo
que se escuchan son gritos de dolor, llantos y muerte sin término.
Haciendo
a un lado el hecho de que la chispa que se hace hoguera fueron las
declaraciones del mandatario estadunidense, Donald Trump, acerca de Jerusalén,
habrá que admitir que el tema ha estado latente en el espíritu y los corazones
de los judíos, así como en la disposición de los pueblos de Occidente,
particularmente del país del Norte, capital del imperio que predomina en
nuestros días: los Estados Unidos.
Trump,
en efecto, utiliza como pretexto el rencor acumulado desde hace tres cuartos de
siglo en la región. Es ya distante la resolución de la ONU sobre el territorio
que fuera “cuna de la nación judía”
Jerusalén,
la capital del Estado desde la época del rey David, hoy está envuelta entre
presagios de muerte y devastación como en tiempos de la Guerra de los Seis
Días. Y los territorios administrados (ocupados para los árabes) se tiñen de
pólvora y sangre, sobre todo de seres humanos inocentes.
El
mundo islámico, el que se encuentra dispuesto a validar el terrorismo
como
estrategia de lucha, está presto a convertir las fronteras de Israel y Gaza en
campo bélico para dirimir el histórico diferendo.
Esta
Navidad será recordada en todo el planeta como la paradoja de las paradojas, la
contradicción plena y para muchos absoluta.
Pues
mientras la cristiandad celebra el nacimiento de quien proclamó la paz como
fuente y origen de la igualdad entre naciones y
el amor hacia el semejante, resulta todo lo opuesto: el odio cunde sobre el girón de
tierra, la tierra de Canaán: la muerte en vez de la vida y la esperanza de vida
en el más allá para los seguidores de las enseñanzas del Hombre de Galilea.
A
decir verdad, todos los Estados independientes, todas las naciones que han
logrado su libertad tras dominación extraña, tienen el derecho de elegir, por
consenso, la capital de su jurisdicción, con voz y voto en el seno de Naciones,
asimismo, bajo un régimen de libertades a fin de escoger sus propias metas y
destinos.
Jerusalén
está entre la disputas de vida o muerte por parte de judíos y árabes. Sede de
las multicitadas religiones: la del Dios único, la de Alá y su profeta Mahoma y
la de la cristiandad fundada por quien se llamó a sí mismo el Hijo de Dios, es
por hoy campo minado por el terror desatado y por la disputa imperial
abanderada por el republicano Donald Trump.
Al
margen de la pugna entre Oriente y Occidente rediviva en horas de veneración
por el amor y el humanitarismo, Israel en tanto nación independiente está en su
derecho de reclamar lo que ha demandado siempre: la sede de su capital,
Jerusalén, como el símbolo y garantía de un pueblo en permanente diáspora, en
vigilia por su participación en los anhelos de todos los seres humanos, sin
distinciones de raza, creencias o ideologías.
Jerusalén es la
capital eterna para los judíos. Es símbolo y paradigma de
autonomía y bien
entendida, de igualdad ante la sociedad internacional.
Y no
habría porqué impedir y obstaculizar lo que es propio de la independencia, la
autonomía y la No Intervención.
Negar
ese derecho es quitar el carácter a Israel
de paradigma humano. Es restar en lugar de enriquecer el régimen de
libertades, bandera que está por encima de la incomprensión, la rencilla y
todos los efectos del primitivismo, de lo ancestral y legendario.